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miércoles, 1 de junio de 2022

JAMES WEBB SPACE TELESCOPE: Una nueva visión del Universo

Como sabéis, anclado a más de un millón de kilómetros de la Tierra, el telescopio James Webb gira desde hace meses en su órbita. Superada la fase de calibración, que ha llevado casi medio año, entra ahora en la de explotación, para obtener las más profundas imágenes del Universo. Aunque aún faltan unas semanas para que empiece a funcionar en “modo científico”, las primeras fotos que nos llegan ya son de por si impresionantes. El aspecto del Webb es insólito. No se parece en absoluto a la imagen tradicional de lo que debería ser un telescopio, o sea, un tubo cuyo interior alberga un sistema óptico de espejos o lentes. Por el contrario, es esencialmente un enorme espejo desnudo protegido del Sol tras un gran toldo de plástico metalizado. Y es que no es un telescopio normal. Está diseñado solo para ver lo invisible: las tenues señales infrarrojas procedentes de las primeras estrellas que se formaron en el universo, hace más de trece mil millones de años. Algo que generaciones de astrónomos, desde la época de Galileo, ni siquiera pudieron soñar. Por cierto, Galileo no inventó el telescopio ya que fue un descubrimiento originado en Holanda. Tampoco fue el primero en dirigirlo hacia el firmamento, pero sí en dejar por escrito el detalle de sus descubrimientos: los cráteres, llanuras y montañas de la Luna, los satélites de Júpiter, las fases de Venus, las estrellas de la Vía Láctea, las manchas del Sol... En solo unos pocos meses, esas observaciones derrumbarían las teorías aristotélicas y cambiarían el curso de la ciencia. El primer telescopio que construyó Galileo no le llevó más de un día de trabajo. Era un tubo de plomo con una lente –pulida por él mismo– ajustada en cada extremo. Daba unos modestos tres aumentos y producía imágenes poco nítidas e invertidas. Pero funcionaba: las cosas lejanas se veían más cerca. Galileo era una persona práctica, y enseguida vio cómo sacar provecho económico de aquel invento. Con él, los comerciantes venecianos podrían ver la llegada de sus naves mercantes horas antes de que atracasen en puerto. Además, obviamente, de sus obvias aplicaciones militares. El 24 de agosto de 1609 lo presentó al dogo, Leonardo Donato, y a un nutrido grupo de senadores y ciudadanos. Los miembros de la Signoria quedaron tan impresionados con aquel artilugio que confirmaron a Galileo en su puesto de profesor de matemáticas en la Universidad de Padua (en aquella época, Padua formaba parte de la república de Venecia) y le doblaron el sueldo. Su prestigio empezaba a extenderse, y llegaría a disfrutar de una popularidad comparable a la de Hawking en la actualidad. Pero ese trato de privilegio no fue suficiente para retenerle. Seis meses más tarde, Galileo renunció a su cátedra y se estableció en Florencia, donde esperara ser aún mejor recibido. Venecia lo consideró una imperdonable ingratitud. Sobre todo, cuando publicó su descubrimiento de los satélites de Júpiter bautizándolos como “estrellas mediceas”, en honor a su nuevo patrono, el gran duque Cosimo II, de la casa de Medici. Con la práctica, Galileo llegó a construir anteojos de más de treinta aumentos, aunque la calidad de imagen que ofrecían apenas podría competir con unos prismáticos actuales. Aquellos rudimentarios aparatos adolecían de imperfecciones derivadas de la propia naturaleza de las lentes. En particular, la aberración cromática, que creaba unos halos coloreados alrededor de las imágenes. El defecto podía reducirse aumentando la distancia focal del instrumento, esto es, haciéndolo más y más largo. A finales del siglo XVII, Christian Huygens propuso su idea del telescopio aéreo. Sin tubo. Objetivo y ocular eran dos piezas separadas: el primero se instalaba en lo alto de un poste y el ocular colgaba de él con una larga cuerda. El observador debía alinear ambos manteniéndola tensa. Más adelante se remplazaría esta por soportes de madera. Así se construyeron instrumentos larguísimos, apoyados en un simple armazón. Alguno llegó a medir más de cien metros, con lentes de hasta veinte centímetros de diámetro. A finales del siglo XVII, un astrónomo francés propuso construir uno de trescientos metros, con el que “podrían verse los animales de la Luna”. Nunca pasó de ser un sueño. Para entonces, en Inglaterra iba a producirse otra revolución en el desarrollo de la óptica. En 1668, a medio siglo de los trabajos de Galileo, Isaac Newton descubrió la dispersión de la luz blanca al pasar por un prisma de vidrio. Enseguida dedujo que aquella era la razón de las extrañas irisaciones de los telescopios galileanos. Así, concibió y construyó él mismo un nuevo modelo, esta vez, sin lentes. La luz, en lugar de atravesarlas, “rebotaba” sobre un espejo cóncavo que concentraba los rayos, consiguiendo idéntico resultado que los tubos ópticos de Galileo. Esa reliquia todavía existe, custodiada como un tesoro en poder de la Royal Society. Es diminuto: un cilindro que no llega a cinco centímetros de diámetro. Un extremo, abierto; en el otro se ajusta el espejo, un disco fabricado con “speculum”, una aleación de cobre, estaño y trazas de arsénico que puede pulirse hasta formar una superficie especular. Aunque las lentes continuaron utilizándose para construir telescopios cada vez más potentes, pronto fueron desplazadas por los espejos. Además de eliminar el molesto efecto de la aberración cromática, sobre todo permitían hacerlos mucho mayores. Al captar más luz podían ver objetos más débiles y, por tanto, más lejanos. En cambio, las lentes tenían un límite físico. A partir de cierto tamaño era difícil fundir y pulir bloques de cristal sin defectos. Su propio peso llegaba a deformarlas y exigía enormes tubos de soporte. La mayor que existe hoy es el objetivo de un metro de diámetro que equipa el gran refractor del observatorio de Yerkes (Wisconsin), que ya no se emplea en trabajos profesionales. En la Exposición Universal de París de 1900 se exhibió uno con lente de 125 centímetros, pero nunca fue instalado ni utilizado. La carrera por construir telescopios reflectores de mayor tamaño se recrudeció entre los siglos XVIII y XIX. En 1776, William Herschel descubría Urano utilizando un instrumento con espejo metálico de dieciséis centímetros; apenas luego de ocho años, él mismo trabajaba ya con uno ocho veces mayor, emplazado en el jardín de su propia casa, cerca de lo que hoy es el aeropuerto de Heathrow. El espejo pesaba media tonelada. Solo su tubo –de hierro– hacía doce metros de largo y requería un complicado andamiaje de madera para sostenerlo. Con él, Herschel localizaría blancos mucho más esquivos: dos satélites de Urano y otros dos de Saturno. Durante varios años continuó la carrera por fabricar telescopios más y más potentes, pero la tecnología del espejo metálico estaba condenada. Y la iniciativa había pasado al otro lado del Atlántico, con los grandes reflectores del monte Wilson y, más tarde, de Palomar. Sus nuevos espejos eran bloques de vidrio pulidos en forma de parábola y cubiertos con una finísima película de plata o aluminio. Y casi nadie los utilizaba para mirar al firmamento: cámaras fotográficas, espectrómetros y otros instrumentos cada vez más elaborados habían sustituido al ojo del astrónomo. Ya en los años setenta, el BTA-6 del Cáucaso, con su espejo de seis metros, superó a los americanos en cuanto a tamaño. Pero sufrió tantos contratiempos que nunca cumplió las expectativas depositadas en él. Los telescopios modernos ofrecen aperturas aún mayores, pero, a partir de cierto límite, sus espejos ya no se hacen de una sola pieza, sino ensamblando varias más pequeñas hasta formar un único reflector. Los ubicados en el norte de Chile y el volcán Mauna Kea en Hawái, son los dos mejores lugares para observar el cielo. Concentran la mayoría de los grandes instrumentos actuales y albergarán también los telescopios gigantes, de más de treinta metros, que entrarán en servicio en los próximos años. En cuanto a los telescopios espaciales, el Hubble y ahora el James Webb son los dos más conocidos, pero no los únicos. El primer satélite destinado a la observación astronómica voló en 1966; desde entonces se han lanzado muchos otros, especializados en analizar todas las bandas del espectro, empezando por las más energéticas (rayos gamma, rayos X y ultravioleta) hasta el infrarrojo o el visible en busca de exoplanetas. ¿Por qué tanta variedad de observatorios orbitales? La turbulencia de la atmósfera terrestre degrada las imágenes, y los diferentes gases que la componen detienen la mayor parte de la radiación que nos llega del espacio. Solo unas estrechas “ventanas” (la luz visible o las emisiones de radio, por ejemplo) alcanzan el suelo. Al moverse por encima de la atmósfera, los satélites evitan ambos inconvenientes. Según la misión, cada telescopio espacial requiere un tipo distinto de sensores. El Hubble, por ejemplo, analiza la parte visible del espectro, y por ello utiliza un espejo convencional. Los que estudian radiaciones más energéticas (observatorios gamma) suelen emplear detectores electrónicos de estado sólido. Los rayos X, a su vez, no se reflejan en los espejos normales y solo pueden enfocarse con unas “lentes” compuestas por docenas de cilindros metálicos, encajados uno dentro de otro. En cuanto al James Webb, el reflector debe su aspecto dorado a que está fabricado con espejos de berilio recubierto por una capa de oro de solo unos cien átomos de grosor. El oro es el elemento que mejor refleja el infrarrojo (99%), más que la plata o el aluminio. Se escogió berilio por su ligereza y resistencia (superior al acero), en especial a bajas temperaturas. La radiación infrarroja es esencialmente calor, así que el telescopio debe estar muy frío para que él mismo no enmascare sus propias mediciones. Su enorme escudo térmico –cinco capas de plástico metalizado finas como telarañas– está siempre encarado hacia el Sol. Su lado iluminado alcanza los 80 ºC, pero el de sombra, que protege al gran reflector y los instrumentos, lo mantiene por debajo de los 240 ºC bajo cero. Todo va quedando listo para que dentro de unas pocas semanas, el James Webb comience el emocionante trabajo de tratar de desbloquear los misterios de nuestro universo en una de las misiones más esperadas de los últimos años :)
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