La muerte este lunes del Papa hereje Francisco I, quien quiso destruir desde sus cimientos los fundamentos de la Iglesia Católica, abre una interrogante de quien lo sucederá en el cargo y el que sea elegido, va a tener un enorme tarea por delante, como es de deshacer la obra demoniaca del cuestionado jesuita argentino realizada durante estos últimos doce años, siempre y cuando no sea de su misma línea ideológica. Cuestionado duramente por los sectores tradicionalistas y conservadores de la Iglesia desde el primer día que accedió al trono de San Pedro, por sus ideas heréticas que quiso imponer a toda costa, aunque le faltó tiempo para lograrlo - como acabar con el celibato y que los sacerdotes puedan casarse, permitir diaconisas en la misa, que los divorciados puedan contraer segundas nupcias o bendecir a las parejas del mismo sexo - puso en peligro la unidad de la Iglesia Católica. Para nadie es un secreto que Francisco I tenía el deliberado propósito de que las alas conservadora y liberal se distanciaran cada vez más, terminando por dividir a la Iglesia. Y estuvo empeñado en ese camino hasta su deceso. Al abrir el debate sobre una amplia gama de temas controversiales - negando, por ejemplo, la doctrina del infierno - sin ofrecer cambios explícitos, Bergoglio alentó a los “progresistas” de la Iglesia Católica a que traspasen los límites tanto como sea posible, incluso hacia una verdadera rebelión doctrinal, con la esperanza de que lo lleven a él también. Al mismo tiempo, al favorecerlos en sus decisiones personales y emprender una guerra institucional sobre el legado de Juan Pablo II y Benedicto XVI, orillo a los conservadores hacia la crisis, la paranoia y la insurrección. No es de extrañar por ello que tomase medidas contra dos de los críticos más afilados del ala conservadora, que lo catalogaron abiertamente de hereje luterano: primero, retiró de su diócesis al obispo Joseph Strickland en Tyler, Texas; Y posteriormente, le quitó al cardenal Raymond Burke sus privilegios en el Vaticano, los cuales incluían ingresos y un apartamento. De esta manera, las críticas específicas al Papa por parte de destacados obispos y cardenales conservadores y tradicionalistas se encontraron con castigos personales específicos. Además fiel a su espíritu demoniaco, no dudaba en criticarlos constantemente, acusándolos de ser “rígidos, farisaicos y fríos de corazón”, por estar “todos tiesos con sotanas negras” y llevar “el encaje de la abuela”, agudizando las tensiones. Y cuando la facción tradicionalista se convirtió, como era de esperarse, en un foco de recalcitrante oposición, no dudaba en separarlos de sus cargos y sancionarlos. Cosa muy distinta ocurría cuando los “progresistas” lo desobedecían doctrinalmente, lo cual solo ameritaba una suave reprimenda, por lo que estos sentían que tenían carta libre para continuar en la misma línea que la iglesia alemana ya está siguiendo de una forma escandalosa: las prácticas de la Iglesia Católica sencillamente son modificadas - como la ‘bendición’ a las parejas del mismo sexo o permitir que las personas trans sean bautizadas, por ejemplo - sin que Roma les otorgue un permiso formal. Se supone que si en la práctica la liberalización se convierte en un hecho, en algún momento las leyes de la iglesia seguirán esa decisión, y cuanto más se arraigue esa premisa, se volverá más difícil para Roma evitar alguna ruptura posterior. Mientras tanto, los católicos tradicionalistas que admiraban a Strickland y a Burke adquirieron mayor firmeza dentro de una cultura de resistencia conservadora, en la cual retirar a un obispo de su cargo en el mundo real no hace más que aumentar su posible influencia en el catolicismo. Hace apenas unos cuantos años, la idea de que un obispo o cardenal pudiera ser de alguna manera más ortodoxo que el Vaticano parecía algo imposible para los conservadores (aunque de hecho ocurrió, cuando el arzobispo francés Marcel Lefebvre se rebeló contra la autoridad de Paulo VI en 1976, siendo excomulgado y expulsado de la Iglesia). Pero la crisis general de autoridad en el mundo, mediada por el escándalo y la disrupción tecnológica, ahora también se extiende a través del catolicismo conservador, una grieta grande y desigual que Francisco I abrió en lo que antes era la base de apoyo más segura del pontificado. No obstante, sería un error atribuirle demasiada culpa solo a este hereje, quien si bien empeoro la división de la iglesia y aumento las probabilidades de una escisión, solo expuso las tendencias facciosas que siempre estuvieron presentes, aunque él se encargó de ahondar las diferencias. Consideremos tan solo un importante contraste entre el catolicismo estadounidense y alemán, dos de las iglesias más ricas y los principales bandos más conservadores y “progresistas” en la guerra civil de la Iglesia Católica. Un informe de la Universidad Católica de Estados Unidos reveló hace poco que el sacerdote “progresista” en términos teológicos prácticamente está desapareciendo en ese país. Era mucho más probable que los sacerdotes ordenados en la década de 1960 se autodenominaran “progresistas” que conservadores u ortodoxos en el aspecto teológico, pero entre los sacerdotes ordenados en los últimos 20 años, que incluyeron la nefasta era de Francisco I, la mayoría de ellos se autodenominan conservadores y la mayor parte del resto dicen que están a medio camino y dejan que el ala “progresista” del sacerdocio estadounidense del siglo XXI parezca más bien una pluma. Este es el reemplazo generacional que, desde hace mucho, los católicos conservadores han pronosticado que marginaría al catolicismo liberal. Pero entonces pensemos en Alemania, donde el catolicismo no cuenta con una gran cantidad de sacerdotes conservadores ni de progresistas en formación; más bien, casi no tiene sacerdotes más jóvenes. En el 2022, solo había 48 seminaristas nuevos en Alemania para una iglesia que todavía atiende a 21 millones de católicos que se identifican como tales. Mientras que Estados Unidos, con sus 73 millones de católicos, tiene casi 3000 seminaristas en formación, una cantidad en descenso que augura una escasez cada vez mayor, pero no la crisis existencial que enfrenta la iglesia alemana. Además, esa crisis existencial nos ayuda a explicar la vehemencia de las presiones para la liberalización y la protestantización debido a que para muchos líderes católicos alemanes esta parece ser la única manera de que la Iglesia Católica sobreviva, ya que el modelo tradicional, el modelo sacerdotal, ha fracasado ante sus propios ojos. Por lo tanto, un católico conservador en Estados Unidos puede sentirse razonablemente seguro sobre el futuro de la iglesia sacramental, un futuro que no es posible que se descarrile porque el papa hereje despidiera a un obispo conservador. Por el contrario, en Alemania el futuro que, al parecer, no se puede descarrilar es el de una fuerte caída y un mayor predominio de personas laicas con tendencias liberales: es posible que quien ahora suceda a Francisco I trate de imponer una mayor ortodoxia dentro de la iglesia alemana, pero sin sacerdotes más jóvenes que personifiquen esas creencias, el ejercicio solo podría dejar el debilitamiento de Roma todavía más al descubierto de lo que ya está ahora. Se supone que, gracias a la providencia divina, tras la muerte del hereje, aun se pueda evitar la escisión o separación entre las tendencias católicas representadas en Alemania y Estados Unidos y es posible que, un nuevo papa tenga la oportunidad de ponerla en práctica y restaurar la unidad que Francisco I juro romper. Pero lo que heredará su sucesor - que aún no sabemos quien podría ser - no serán solo los desastres específicos que dejo el finado a su paso por el Pontificado, sino una realidad subyacente de división que cualquier política que se proponga en Roma va a necesitar la ayuda divina para remediarla. Es de esperar que el cónclave de 135 cardenales elija a un Papa conservador y tradicionalista que enderece su actual rumbo. Pero si el elegido continua con esa línea “progresista” de su antecesor en querer destruir a la Iglesia por dentro, es más que seguro que el cisma será irreversible.
“De todos los cuerpos celestes, los cometas son sin duda aquellos cuya apariencia llama más poderosamente la atención de los mortales”, escribió el astrónomo francés Camille Flammarion en su libro Astronomie Populaire (1894). Y, desde que la humanidad ha mirado al cielo, esto ha sido cierto. Los cometas nos han aterrorizado y asombrado a la vez. Esto nunca fue más evidente en la modernidad que en 1910. El cometa 1P/Halley, mejor conocido como el cometa Halley, había sido visible por última vez en 1836 y volvería a adornar los cielos esa primavera. El regreso del cometa era muy esperado, así que imagine la sorpresa de todos cuando un cometa brillante apareció inesperadamente meses antes. El objeto que se conocería como el Gran Cometa de Enero de 1910 y el Cometa de la Luz del Día fue visto por primera vez el 12 de enero en el hemisferio sur. No está claro quién lo descubrió con precisión, pero algunos periódicos de la época apuntaron a observadores en Sudáfrica. El 17 de enero, el cometa alcanzó el perihelio (su aproximación más cercana al Sol) y pudo verse a plena luz del día, eclipsando a Venus en su punto más brillante. A medida que se alejaba del Sol, se hizo visible en el hemisferio norte luego del atardecer. Para febrero, una cola de 50° de largo se alejó de la cabeza del cometa. La confusión provocó que muchos confundieran la aparición con el más famoso cometa Halley, que estaba recibiendo cada vez más atención mediática tras el descubrimiento de cianógeno en su cola por parte de los científicos. Dado que se preveía que la Tierra pasaría por él el 18 o 19 de mayo, Flammarion advirtió en The San Francisco Call el 8 de febrero de 1910 que el gas podría «impregnar la atmósfera y posiblemente extinguir toda la vida en el planeta». Esta desinformación contradecía el consenso científico de que cualquier peligro desaparecería cuando el cianógeno se descompusiera en la atmósfera superior. A principios de abril de 1910, cuando el cometa Halley volvió a ser visible, su regreso se convirtió en un auténtico espectáculo mediático. En ese momento, algunos creían que el Halley colisionaría con la Tierra, a pesar de las afirmaciones de los astrónomos. Ante el pánico, algunos charlatanes vendieron pastillas anticometas como protección contra el gas mortal, mientras que otros acudieron en masa a las iglesias, compraron máscaras de gas e intentaron sellar sus casas para protegerse del cianógeno. A pesar de los esfuerzos de los astrónomos y científicos, el miedo latente de la humanidad hacia estos visitantes celestiales había resurgido. Muchas culturas antiguas consideraban a los cometas presagios de fatalidad y desastre. Los movimientos predecibles de los planetas, el Sol y la Luna, así como los cambios estacionales de las constelaciones, resultaban tranquilizadores en un mundo caótico. La aparición repentina de un cometa rompió este orden. Aristóteles describió la Tierra y el cielo como esferas fundamentalmente diferentes. La esfera terrestre era siempre cambiante y corruptible. Más allá se encontraba el reino de la perfección, donde el Sol, la Luna y los planetas giraban en esferas cristalinas incorruptibles. Parecía inconcebible que una perturbación aleatoria pudiera atravesar este reino de perfección. Así, para explicar esta corrupción, Aristóteles sugirió que los cometas eran vapores que se elevaban desde la Tierra y se incendiaban en la atmósfera superior. Los astrónomos finalmente rechazaron la explicación de Aristóteles, pero sus ideas prevalecieron en la filosofía occidental durante más de 1500 años. Los occidentales no eran los únicos en tener estas creencias. Los astrónomos chinos llamaban a los cometas «estrellas peludas» (bèi xīng) si no tenían cola, o «estrellas escoba» (huìxīng) si la tenían. Los antiguos registros chinos de observaciones de cometas eran los más extensos y precisos de los períodos antiguo y medieval. Sin embargo, ellos también veían a estos visitantes como presagios desastrosos. En noviembre de 1572, una “nueva” estrella - hoy sabemos que era una supernova - apareció en la constelación de Casiopea. El joven Tycho Brahe fue uno de los primeros en realizar mediciones detalladas de este evento. Brahe no pudo detectar ninguna paralaje en la estrella, lo cual habría sido medible si el objeto fuera atmosférico. La conclusión de Brahe fue simple: la nueva estrella estaba en el cielo mismo, dentro de la llamada octava esfera, el reino de la inmutabilidad. A quienes dudaban de sus hallazgos, les dijo: “O coecos coeli witnesses”, que se traduce aproximadamente como “Oh, ciegos espectadores del cielo”. Pasado cinco años, Brahe probó su teoría en un cometa recién visible. Contaba con un observatorio privado equipado con instrumentos de su propio diseño. Los telescopios aún estaban a décadas de distancia, pero pudo medir la trayectoria y la posición del cometa con gran precisión. Sus hallazgos no fueron aceptados por muchos de sus contemporáneos, como Johannes Kepler y, posteriormente, Galileo Galilei. Ni siquiera el propio Brahe pudo desprenderse por completo de las ataduras de la astrología, y realizó predicciones sobre la influencia del cometa en la Tierra. Sin embargo, las esferas cristalinas de Aristóteles pronto fueron abandonadas. A mediados del siglo XVII, la Ilustración estaba en pleno auge. El trabajo de observación de Brahe sobre los cometas y las leyes de Kepler sobre el movimiento planetario proporcionaron herramientas innovadoras a una nueva generación de astrónomos. Entre ellos se encontraba un joven llamado Edmond Halley. El interés de Halley por el cosmos comenzó a temprana edad. Cuando fue a estudiar al Queen's College de la Universidad de Oxford, llevó consigo un gran telescopio y, como estudiante universitario, escribió varios artículos. En 1676, a los 20 años, dejó la escuela y navegó hacia la isla de Santa Elena, en el hemisferio sur. Pasó un año cartografiando el cielo austral antes de publicar su catálogo de estrellas en 1678. Dos años más tarde, emprendió una gran gira por Europa, visitando observatorios y reuniéndose con científicos. Durante su viaje, Halley vio el Gran Cometa de 1680 desde París. Fue descubierto por el astrónomo alemán Gottfried Kirch y fue el primer cometa detectado con un telescopio. Halley observó cómo el cometa se iluminaba hasta alcanzar la visibilidad diurna y posteriormente desarrollaba una cola que se extendía unos 70°. El astrónomo italiano Giovanni Domenico Cassini, quien trabajaba en el Observatorio de París, le comentó a Halley que creía que cometas como este orbitaban el Sol con una precisión predecible. En 1682, otro cometa apareció en el cielo. Halley y muchos otros, incluyendo a Isaac Newton, lo observaron de cerca. Halley mantuvo registros detallados de su posición. En aquel entonces, aún existía un debate considerable sobre la naturaleza del movimiento y las órbitas de los cometas, pero los astrónomos no tuvieron que esperar mucho para un avance significativo. Pasaron solo dos años, e impulsado por Halley, Newton comenzó a trabajar en los Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, en los que dedicó un amplio análisis a los cometas. Cuando Halley trabajó en sus órbitas en 1685, observó que los cometas de 1531, 1607 y 1682 tenían órbitas similares. Postuló con audacia que eran uno y el mismo, y predijo que este cometa reaparecería a finales de diciembre de 1758, lo cual sucedió. Desafortunadamente, Halley no vivió para ver su regreso, ya que falleció en 1742. Desde entonces lo conocemos como el cometa Halley. Aunque algunos han alcanzado un reconocimiento inmediato, estos cuerpos sobrenaturales siguieron siendo un misterio hasta bien entrados los siglos XIX y XX. Desde entonces y con el avance de la tecnología, se pido descubrir que los cometas no eran sólidos, sino objetos frágiles que podían fragmentarse. Con más de 3500 cometas reconocidos por la NASA hoy, ahora los comprendemos con más detalle del que jamás imaginamos. Una mejor comprensión de estos cometas ha disipado parte del miedo y la superstición que acompañan a estos visitantes celestiales en su paso por nuestro cielo nocturno. Pero de ninguna manera han perdido su poder de asombro.