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miércoles, 30 de octubre de 2019

LIBANO: Crisis existencial

Desde el pasado 17 de octubre, el país de los cedros se encuentra envuelto en masivas manifestaciones que exigen la dimisión del gobierno - al cual califican de corrupto e inoperante - así como la realización de elecciones anticipadas. Conocida como la ‘Revolución del WhatsApp’ esta tuvo su origen en las críticas a la ineficacia gubernamental en la respuesta a los 103 incendios que se produjeron en un plazo de tres días en grandes áreas de los bosques del Líbano, pero sobre todo, al anuncio de que se aplicaría una cuota mensual de casi seis euros por las llamadas telefónicas de WhatsApp y que además, se aprobarían nuevos impuestos. El primer ministro conservador Saad Hariri pretendía así salir de una penosa situación económica para lograr el acceso a los 11.000 millones de dólares que diversos donantes internacionales acordaron poner en sus manos en abril del pasado año, a cambio de la aprobación de determinadas reformas y medidas de austeridad. La anquilosada estructura productiva y el clientelismo sectario han llevado a una frustración ciudadana que ahora estalla, en un movimiento transversal que supera las fracturas sectarias y religiosas, demandando un futuro digno. Y es que a los libaneses se les ha agotado la paciencia. “Son 30 años los que lleva la clase dirigente actual en el poder robándonos a todos y enfrentándonos en las calles con consignas sectarias al servicio de sus intereses. Queremos un Gobierno laico y tecnócrata”, gritaba Dany Al Banna, de 28 años y empleado en una compañía farmacéutica. El anuncio de la creación de llamada tasa WhatsApp por el ministro de comunicación, Mohamed Choucair, indignó a una ciudadanía hastiada de impuestos que gravan a los pobres mientras los prestamistas y los bancos disfrutan de intereses de hasta un 10% por préstamos al Estado. En el 2015, la mala gestión de los desperdicios desencadenó multitudinarias protestas en Beirut, ciudad que quedó sepultada literalmente en basura, y en las que germinaron la sociedad civil que ahora se ha echado a las calles. Como sabéis, Líbano está al borde del colapso económico debido a décadas de malas recetas financieras y de una corrupción crónica entre los políticos que han dejado el 60% de la riqueza nacional en manos de 2.000 familias. La deuda libanesa alcanza el 150% del PIB, lo que equivale a 75.800 millones de euros, y durante los últimos meses Saad Hariri ha anunciado más impuestos y menos gasto público. Los jóvenes llegados de la periferia de Beirut se quejan de la falta de empleo o de la necesidad de compaginar dos trabajos para hacer frente a la batería de impuestos y gastos cada vez mas elevados. Uno de los manifestantes sujetaba una pancarta con el rostro de George Zreik donde se lee: “El principio de la revolución”. Zreik, fue un taxista que se inmolo en febrero a lo bonzo prendiéndose fuego frente a las puertas del colegio de sus dos hijos, en la norteña ciudad de Trípoli, porque no podía hacer frente a los pagos de su educación. Según la ONU, el 30% de los libaneses vive bajo el umbral de la pobreza en un país donde las infraestructuras se caen literalmente a pedazos, los cortes de electricidad son diarios y la población sufre el abuso de mafias que abastecen de agua y electricidad. Esta insoportable situación en la que vienen agobiados los libaneses ha sido el caldo de cultivo de las multitudinarias protestas contra el régimen que se suceden continuamente. Barricadas hechas con contenedores y hogueras de neumáticos bloquean las principales arterias del país. Los colegios y los bancos han cerrado sus puertas. Al atardecer, los jóvenes toman el centro de las urbes, donde retumban los ritmos de derbeke o de música electrónica que pinchan espontáneos DJ en un ambiente festivo donde el himno nacional se ha convertido en la banda sonora. “Selmia, selmia” (pacífica, pacífica, en árabe), gritan los manifestantes cuando algún grupo de jóvenes intenta provocar disputas. Así por ejemplo, una cadena de mujeres logró evitar que la manifestación tornara el pasado fin de semana en una batalla campal cuando jóvenes seguidores de Hezbolá y Amal irrumpieron en el centro de las protestas. Como era previsible, la clase política libanesa enmudeció inicialmente ante la bofetada popular. Tras una semana de silencio, el presidente libanés, el exgeneral Michel Aoun, se dirigió a los ciudadanos para pedir un “dialogo constructivo” y afirmar que “los cambios no se logran en las calles”. Por su parte, Hariri anunció un nuevo paquete de medidas en el que incluyó una hasta ahora rechazada: reducir en un 50% los sueldos de ministros y diputados, la privatización del sector de las telecomunicaciones y una ley para devolver “el dinero público robado”. Palabras que se la llevan el viento en un país donde sus dirigentes parecen haber agotado el poco crédito de confianza ciudadana que les quedaba en un país que ocupa el puesto 138 de 180 en la lista de percepción de corrupción de Transparencia Internacional y cuyo nuevo Gobierno eliminó este año el Ministerio Anticorrupción creado en el 2016. De otro lado, economistas libaneses consideran que las medidas anunciadas por Hariri llegan tarde y son inviables. “Mientras las reivindicaciones populares son legítimas, las propuestas gubernamentales para salir de la crisis son irreales e insostenibles y las cifras que prometen están desmesuradamente hinchadas porque son imposibles de cumplir”, cuenta desde el anonimato un funcionario europeo. De las reformas depende también el desbloqueo de la crítica inyección de millones de euros prometidos por la comunidad internacional al país en una conferencia de donantes en París en el 2018. Entretanto, los antidisturbios tuvieron que enfrentarse a varias decenas de jóvenes que se decían seguidores de Hezbolá - partido en la coalición mayoritaria del Gobierno - a pesar de que en un discurso televisado su líder, Hasán Nasralá, llamó a los jóvenes a “no participar ni interferir en las manifestaciones” para evitar que su presencia “fuera politizada”. “No pueden insultar al Sayed [título honorífico]. Eso es traspasar una línea roja para nosotros”, arguye uno de sus seguidores. “Todos, todos, todos, y Nasralá es uno más”, les respondieron a coro los manifestantes para quienes el líder chiíta es también parte del Gobierno actual, aunque a diferencia del resto, nunca se le ve en público ya que lidera su partido desde un búnker en el subsuelo de la periferia de Beirut para eludir los misiles israelíes. A pesar de la violencia desencadenada durante la tarde, los jóvenes dedicaron una ovación a los soldados que han acordonado la zona. A ellos les brindaron rosas en un país donde el Ejército se ha convertido en el último depositario y símbolo de la unidad nacional. Cabe destacar que Líbano acaba de cumplir 76 años de independencia. Su debilidad congénita, como la de otros países del Levante, proviene ante todo de la balcanización de estos pueblos árabes. A raíz de la I Guerra Mundial fue derrotado el imperio otomano, que ocupaba sus territorios, troceándose su mosaico de etnias y comunidades religiosas, desgarradas entre Gran Bretaña y Francia. Han sido cien años perdidos que empezaron en Líbano en 1915 con una espantosa hambruna a consecuencia del bloqueo de sus costas por la armada británica en su combate contra el ejército del sultán turco, diezmando casi la población y provocando un gran éxodo rumbo a las Américas. Sus élites gobernantes, corrompidas y feudales, no han conseguido ni el desarrollo económico ni la modernización social, ni mucho menos cualquier amago auténtico de democracia. El magnífico historiador Georges Corm insiste en que hasta que los pueblos árabes no entren plenamente en la “modernidad productora” y continúen encerrándose en discordias teológicas interminables, en un martirologio fomentado por una religión anacrónica como el Islam, Oriente Medio no encontrará su camino de salvación. Y pensar que en 1970 Beirut era una ciudad alegre y la mas próspera del Mediterráneo oriental, el París de Oriente Medio, comparándose al Líbano con Suiza por sus cantones, sus valles, su libertad bancaria. Las décadas de los sesenta y setenta fueron sus años más prósperos, lejos de guerras y golpes de Estado que desgarraban a los países vecinos. Beirut no sólo se convirtió en mito para los occidentales sino sobre todo para los habitantes de las naciones de Oriente, que la llamaban “la novia de los árabes”. Todavía no habían florecido las fulgurantes ciudades-Estado de Dubái, Abu Dhabi, Qatar, ni los principados petroleros del Golfo habían conseguido la independencia a excepción de Kuwait. Por eso cuando la guerra llegó en 1975, nadie creyó en ella. Las batallas se contaban como rounds de combates de boxeo y los guerrilleros al llegar el fin de semana descansaban y deponían sus armas hasta empuñarlas de nuevo el atardecer del domingo. Aquel mes de abril de 1975 en que todo comenzó, las playas de Beirut estaban atestadas de bañistas. La nostalgia de aquella década prodigiosa fue inspiración inagotable de películas, novelas, exposiciones fotográficas y todo lo que podéis imaginar. Pero a partir de ese fatídico año, Líbano padece una cruel e inextricable guerra cuya interpretación sigue dividiendo a los historiadores, que no se han puesto de acuerdo en redactar un libro de texto común para la segunda enseñanza. Según algunos libaneses fue “la guerra de los otros”, imputando su responsabilidad a poderes extranjeros, en especial a Israel y los EE.UU., sus mortales enemigos. Entre 1975 y 1990 el Estado estuvo a punto de desaparecer. Líbano quedó dividido en varios “cantones” y su capital desgarrada por la guerra, en un sector musulmán y otro cristiano, especulándose con que podría quedar bajo control internacional. Se ha pasado de la época de la palestinización (invadida por los sionistas en 1982 quienes expulsaron a los fedayines de Líbano), de la malsana ocupación israeli, la sirianización de este país, hasta llegar ahora a la poderosa influencia del Irán chiita a través de Hizbulah, que se enfrenta a la corrupta y decadente Arabia Saudita, defensores de la mayoría musulmana sunnita y “protegida” por los EE.UU. Efímeras fueron las ilusiones de paz de Oriente Medio del año 2000, cuando Rafic Hariri, padre del actual jefe de Gobierno saliente, no sólo quería reconstruir Beirut sino insuflarle nueva vida, ya que en el verano del 2006 Israel y Hizbulah se enzarzaron en una guerra que provocó gran destrucción e innumerables bajas entre la población civil. En los últimos años, Líbano supo mantenerse al margen de la guerra de agresión contra Siria orquestada por los EE.UU. y sus aliados a través de ISIS - quienes fueron finalmente exterminados por los bombardeos rusos que literalmente aplastaron bajo toneladas de bombas y misiles su ilusorio ‘califato’- pero su situación no ha mejorado al día de hoy. Si bien la vitalidad del pueblo libanés es inagotable ante los reveses interminables de su historia, su identidad compleja es cada vez más frágil. Conformada por cristianos maronitas y musulmanes sunnitas y chiitas que se reparten el poder - a los cuales hay que agregar a los refugiados armenios, palestinos, iraquíes y ahora casi un millón y medio de sirios que han encontrado cobijo - ha podido mantenerse unido a pesar de las difíciles circunstancias. Ante el peligro de precipitarse nuevamente en el abismo, es de esperar que pueda sobreponerse ante tal amenaza. (Al momento de escribir esta nota, se da a conocer la noticia de la renuncia del cuestionadisimo Saad Hariri y la de su gobierno, intentando con ello calmar la situación. Sin embargo, cabe resaltar que no es la primera vez que lo hace, ya que en el 2017 hizo similar jugada en extrañas circunstancias cuando estaba de “visita” en Arabia Saudita, y al final continuo en el cargo a su regreso al país ¿Se repetirá la misma historia?) :(
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