Esta semana continuamos en el África y si bien la semana pasada nos referimos al drama que se vive en Burundi, en esta oportunidad nos dirigimos al sur del continente, específicamente a Zimbabwe (la antigua Rhodesia) cuya población se muere de hambre en medio de un país rico en diamantes, quienes padecen bajo una sangrienta dictadura de un despiadado asesino, el cual acaba de cumplir 92 años y que pretende vivir hasta su muerte gobernando este empobrecido país con mano de hierro como si se tratara de su feudo personal. Nos referimos a Robert Mugabe, un déspota de los cuales - con la bendición de Occidente - abundan y mucho en este continente. Al respecto, el conocido periodista alemán Bartholomäus Grill acaba de publicar en Der Spiegel un interesante artículo sobre este despiadado criminal, que me permito reproducir debido a su interés, traducido y entrecomillado claro esta ¿vale?: “A ver si viene ya. Tres hombres esperan impacientes frente a la residencia privada del tirano. Llevan trajes oscuros, gafas de sol con cristales de espejo y auriculares. Su Mercedes negro está aparcado delante del portal estilo pagoda china. Avanzamos despacio junto al muro exterior, de un kilómetro de longitud, que rodea la fastuosa mansión, con sus 24 dormitorios. A intervalos de 200 metros hay apostados tiradores de élite. “Vámonos deprisa. Si no, tendremos problemas”, dice el conductor, y pisa el acelerador del taxi. Son las 9.30 de una mañana reciente. Normalmente, la comitiva de vehículos del dictador de Zimbabwe Robert Mugabe, con su nutrida escolta sale todos los días laborables a esta hora, para, acto seguido, conducir al gobernante desde el lujoso barrio de Borrowdale Brooke al palacio dictatorial, su residencia oficial en el centro de la capital, Harare. Pero hoy la verja permanece cerrada. ¿Será que volvió a estar enfermo? ¿Se habrá vuelto a caer? Mugabe es el jefe de Estado más longevo del mundo. El pasado 21 de febrero cumplió 92 años. Tropieza en las recepciones, se duerme en las reuniones, se orina en los pantalones y lee ante el Parlamento discursos que ya ha pronunciado en otra ocasión. Está enfermo y senil. Se rumorea que tiene cáncer de próstata. Los zimbabwenses se preguntan cuánto tiempo vivirá aún el genocida. Muchos esperan que se reúna pronto con sus antepasados y que su tiranía llegue a su fin. Tiempo atrás, cuando todavía admiraba a Robert Mugabe, habría sido inimaginable que yo compartiese esa esperanza. A principios de la década de 1980, él era uno de mis héroes de la lucha de liberación anticolonialista, uno de esos hombres que vencieron a los dominadores europeos y condujeron a sus respectivos países a la independencia. Pero apenas llegado al poder, se convirtió en un tirano, un ladrón y un criminal que mediante una inusitada violencia expulsó a la minoría blanca que gobernaba el país cuando era conocida como Rhodesia y les arrebato todas sus cuantiosas propiedades para su beneficio personal. Mugabe fue una vez el faro de un continente maltratado. Hoy en día lo considero un criminal de Estado, y me atormenta la pregunta de cómo es posible equivocarse tanto con una persona; cómo pudo ser que el antiguo portador de esperanza se transmutase en un dictador brutal, cuyo régimen rapaz ha arrastrado al abismo al que en otro tiempo fuera un próspero Zimbabwe. La economía se ha hundido, y hay alrededor de un 90% de paro. Entre tres y cuatro millones de personas (una cuarta parte de la población, nada menos) han huido al extranjero. Pero Mugabe apenas llega a enterarse de esta situación catastrófica. En su recorrido diario hacia su palacio, el país que ve es otro. Pasa ante las lujosas residencias de los popes del partido, los jardines florecientes, las farolas con células fotovoltaicas, un moderno centro comercial. Su limusina se desliza por una avenida del poder sin un solo bache en 18 kilómetros. Mugabe ve el país que quiere ver. Sus favoritos mantienen la realidad lejos de él. Nadie se atreve a decir la verdad al camarada Bob, ni osa hablar abiertamente de lo que vendrá después de Mugabe. Pero el principio del fin ha llegado para el despreciable dictador. Su partido hierve con luchas encarnizadas por la sucesión. Solo el viejo se niega a saber nada de ello. Lleva 36 años en el poder y, según ha declarado él mismo, quiere seguir gobernando cuando tenga 100 años. Ya ha anunciado su candidatura a las elecciones presidenciales de 2017. Se propone ser un gobernante vitalicio, como sus homólogos de Uganda, Burundi o Camerún. La historia empieza un soleado día de marzo de 1988. Delante del palacio dictatorial de Harare ondean las banderas de Zimbabwe y Alemania. Debajo están Mugabe y Richard von Weizsäcker, quienes se dan la mano sonrientes. La escena tuvo lugar durante la primera visita oficial de un presidente alemán a Zimbabwe, y yo me dije que, por fin, Robert Mugabe era reconocido como un hombre de Estado digno de consideración. Era un pacificador africano, un modelo para todo el continente. Pero el régimen ya había perpetrado una matanza que había pasado prácticamente inadvertida por la opinión pública mundial. Mugabe, que pertenece a la etnia shona, mayoritaria en el país, ordenó liquidar a Joshua Nkomo, un defensor de la libertad de la minoría ndebele y su enemigo acérrimo. Entre 1982 y 1987, el CIO (el servicio secreto de Mugabe) y las tristemente célebres Cinco Brigadas, una unidad de élite del Ejército, asesinaron a 20.000 ndebeles, excombatientes y civiles. Los supervivientes de aquella masacre relataron actos de crueldad indescriptible: personas quemadas vivas en sus cabañas, embarazadas con el vientre abierto, montañas de cadáveres en los pueblos. Veinte años más tarde, cuando le preguntaron por Mugabe, Von Weizsäcker reaccionó con irritación, diciendo: “Ese tipo me tomó el pelo”. Contemplada desde sus momentos finales, la biografía de Mugabe presenta los rasgos de una metamorfosis trágica. Creció en la pobreza, sin un padre, y fue un chico tímido, reservado y de inteligencia despierta. En el colegio de una misión de los jesuitas, oyó hablar del amor cristiano al prójimo. Al mismo tiempo, experimentó la doble moral de los dominadores coloniales, que trataban a los negros como a seres inferiores. Mugabe realizó sus estudios superiores en Sudáfrica, leyó las obras de Marx y Lenin, obtuvo seis licenciaturas y trabajó como profesor en Ghana. Al regresar a su país, se unió a la resistencia contra el régimen colonial británico en lo que entonces era Rhodesia. Fue perseguido, encarcelado y maltratado. Seguramente en esa época aprendió a odiar a los blancos. En 1974, tras 11 años en prisión, se sumó a la chimurenga, la guerra de liberación, pero los guerrilleros no alcanzaron la victoria militar. En 1979, en Londres, se negoció y se pactó la independencia. Al año siguiente, Mugabe ganó las elecciones con una clara mayoría. Se convirtió en primer ministro y, a partir de ese momento, Rhodesia pasó a llamarse Zimbabwe. Desde el mismo comienzo de la “democracia”, Mugabe y sus secuaces empezaron a enriquecerse sin medida, la corrupción iba en aumento y los adversarios del régimen morían en misteriosas circunstancias. Mediante astutos cambios de la Constitución, Mugabe se autodesignó presidente con poderes ilimitados. Mientras él y su banda de ladrones gozan de una vida opulenta, entre la gente aumenta la miseria. La organización opositora Movimiento para el Cambio Democrático (MDC), fundada en 1999, tenía cada vez más seguidores. En un referéndum celebrado en febrero del 2000, la mayoría de los votantes rechazó un borrador de la Constitución que preveía expropiar las propiedades de los blancos. Mugabe tuvo que enfrentarse a su primera derrota. Su venganza fue terrible. Las Fuerzas de Seguridad del Estado desataron una campaña de violencia contra la oposición y asesinaron a numerosos adversarios del régimen. Al mismo tiempo, se “beneficio” personalmente con las propiedades de los “colonialistas”. A lo largo de los años siguientes, se expropiaron las tierras de entre 4.000 y 4.500 granjeros blancos y se les expulsó de ellas. El hambre volvió a Zimbabwe, un país que había sido el granero del sur de África. El terror y el fraude electoral le garantizaron la victoria en las elecciones presidenciales del 2002. La UE decretó sanciones contra su régimen, y la comunidad internacional hizo el vacío al déspota. El pueblo tiembla ante Mugabe. El instrumento de dominación más eficaz del dictador es la violencia pura y dura. Su régimen está en guerra contra sus propios ciudadanos: Zimbabwe registra hoy por hoy el mayor número de actos de violencia de Estado de toda África. Con un Estado en quiebra, Mugabe tiene los días contados. Parece ciertamente confuso y decrépito, y da la impresión de que las riendas se le van poco a poco de las manos, pero él no quiere reconocerlo. Es como si en el cuerpo del anciano viviese aún el niño huérfano, reservado y testarudo. Un blindaje de autoengaño impide que reconozca su colosal fracaso” puntualiza la nota. No cabe duda que al nonagenario dictador le espera un trágico final, el cual arrastrara a su país al caos y la violencia del cual no va a poder escapar fácilmente porque habrá llegado la hora de la venganza :)