Mientras estamos a la espera del encuentro entre los presidentes Donald Trump y Vladimir Putin programado para realizarse en Arabia Saudita a fines de febrero y donde decidirán el futuro de Ucrania - a cuya reunión no han sido invitados ni la UE ni el régimen fascista de Kiev, que por lo visto no pintan para nada dada su absoluta irrelevancia - y en la cual los términos del acuerdo al que lleguen los dos líderes serán muy distintos al plan inicial propuesto por Trump que dimos a conocer la semana pasada dado el rechazo del Kremlin, quisiera ocuparme en esta ocasión nuevamente de las intenciones del inquilino de la Casa Blanca por apropiarse de Canadá y Groenlandia, cuya obsesión se debe no a la versión oficial que se trata “por motivos de seguridad nacional” , sino a la existencia de tierras raras en ellas y a las cuales EE.UU. quiere echar mano, dada su importancia para la industria tecnológica y con mayor razón cuando China y Rusia las poseen en gran cantidad. Es más, se sabe que pretende que las tropas estadounidenses “protejan” las tierras raras de Ucrania, y para ello Washington buscara un alto al fuego antes de Semana Santa según Bloomberg, lo que le permitiría controlar el 50% de la riqueza mineral del país “como reembolso por su ayuda”. En un mundo atrapado entre los límites ecológicos y la ambición tecnológica, el resurgimiento de la visión, durante mucho tiempo latente, del Tecnato sugiere que el futuro de Estados Unidos puede estar determinado no por la geopolítica tradicional, sino por la búsqueda de la autarquía industrial, el control de los recursos y la promesa de un orden tecnocrático autosuficiente. Fue una decisión inesperada que desconcertó a los analistas de todo el mundo. Tras asegurar la victoria en las elecciones, Donald Trump no se centró de inmediato en los rivales estratégicos como China, Rusia o Irán, como habían predicho con tanta confianza los analistas geopolíticos. En cambio, su mirada se fijó en Canadá, Groenlandia y el Canal de Panamá, territorios que, a primera vista, parecían desconectados de la coreografía esperada de las ambiciones de política exterior estadounidense. Este giro dio lugar a un coro de especulaciones y debates. Se propusieron muchas teorías, pero entre la multitud de explicaciones, sólo una ha logrado tejer los hilos de la aparente imprevisibilidad de Trump en una narrativa coherente. Esta teoría rastrea la lógica de estos movimientos hasta una visión largamente olvidada de una sociedad tecnocrática que surgió a principios del siglo XX en Estados Unidos. Las raíces de esta idea, conocida como “Tecnificación”, se encuentran en la visión de una sociedad gobernada no por políticos o financieros sino por científicos e ingenieros, guiados por los principios de eficiencia, dominio tecnológico y optimización de recursos. En la cosmovisión de los primeros tecnócratas, los sistemas económicos basados en monedas arbitrarias y mercados especulativos eran vistos como reliquias caóticas del pasado. En cambio, propusieron que la energía misma –mensurable y cuantificable– debería servir como base para todas las transacciones económicas. La Técnica se convertiría así en una entidad autónoma y autosostenible, donde la riqueza se definiría por la disponibilidad de recursos naturales, la experiencia de sus habitantes y la integración perfecta de la tecnología con la gobernanza. Sin embargo, nunca se concibió el Tecnato como algo que pudiera establecerse en cualquier lugar. Requería un entorno muy particular: uno con abundantes recursos naturales, infraestructura industrial avanzada y una población capacitada para afrontar las demandas de una sociedad altamente mecanizada. El entorno ideal, según los primeros teóricos tecnocráticos, era América del Norte, con su vasta riqueza mineral, tierras fértiles y potencial inigualable para la energía hidroeléctrica e industrial. Canadá, con sus ricos depósitos de metales y minerales, y Groenlandia, con sus reservas sin explotar de tierras raras, eran parte integral de esta visión. El Canal de Panamá, como vía vital que conecta los océanos Atlántico y Pacífico, garantizaría aún más la autonomía estratégica de la región respecto de las cadenas de suministro globales. El filósofo alemán Georg Friedrich Jünger (1898-1977), en su profunda crítica de la tecnología, advirtió contra el dominio desenfrenado de la mecanización sobre la vida humana. Sus reflexiones, en particular en "El fracaso de la tecnología" (1949), destacaron los peligros existenciales de un mundo en el que los sistemas tecnológicos se autoperpetúan, despojando a los individuos de su autonomía y reduciendo la vida humana a meros engranajes de una enorme máquina. La crítica de Jünger es un sombrío recordatorio de los costos que acompañan a la grandeza tecnológica: la erosión de los valores tradicionales, la alienación del individuo y el potencial de que los regímenes tecnológicos evolucionen hacia formas de tiranía blanda. Sin embargo, lo que distingue al tecnato de las distopías contra las que advertía Jünger es su promesa de armonía entre la pericia humana y el control tecnológico. En lugar de que la tecnología domine la vida, se utilizaría como un instrumento de florecimiento colectivo, supervisado por una élite tecnocrática en sintonía con los matices de los flujos de energía, el equilibrio ecológico y la sostenibilidad a largo plazo. La conexión indirecta de Elon Musk con esta visión añade un giro intrigante a la historia. Musk, conocido por sus ambiciones futuristas y sus aventuras tecnológicas, es nieto de un exdirector de la filial canadiense de Technocracy Incorporated, una organización que en su día propagó estas mismas ideas antes de que el gobierno canadiense restringiera sus actividades. Independientemente de que Musk canalice conscientemente este legado o no, su influencia dentro del círculo de Trump ha reavivado evidentemente el interés por el concepto de un tecnócrata norteamericano autosuficiente. Desde esta perspectiva, el deseo de Trump de “adquirir” Groenlandia y Canadá, así como asegurarse el control del Canal de Panamá se convierte menos en un desvío excéntrico y más en un paso calculado hacia la realización de una visión tecnocrática que ha estado latente durante mucho tiempo, pero que nunca se ha olvidado del todo. La mayoría de los analistas políticos interpretaron inicialmente el enfoque de Trump en estas regiones como parte de su estrategia más amplia de atrincheramiento, destinada a reducir la participación estadounidense en los conflictos en el exterior y reorientar las prioridades nacionales hacia el interior. Consideraron que su retórica sobre Canadá y Groenlandia era fanfarronería o maniobra inmobiliaria oportunista. Sin embargo, cuando se la analiza a través de la lente de la teoría tecnocrática, surge una lógica diferente. Los Estados Unidos de Trump, a pesar de su retórica de autosuficiencia, no pueden lograr la autarquía industrial con su base actual de recursos. Las industrias de alto consumo energético que impulsarían una nueva era de grandeza estadounidense requieren acceso a reservas minerales, energía hidroeléctrica y rutas estratégicas de navegación. La vasta riqueza natural de Canadá, el potencial de Groenlandia como futuro centro de recursos y el papel del Canal de Panamá como arteria vital del comercio no son preocupaciones periféricas: son centrales para la construcción de un Tecnato moderno. Pese a toda su fanfarronería e imprevisibilidad, el objetivo general de Trump de “hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande” encaja perfectamente en este marco. Al parecer, para el 2025, figuras clave de su administración habrán reconocido que lograr esta visión exigirá algo más que recortes de impuestos y desregulación. Exigirá la adquisición estratégica de recursos e infraestructura más allá de las fronteras actuales de Estados Unidos, activos que podrían sentar las bases de una nueva era de expansión tecnológica e industrial. El Technate, en este contexto, no es meramente un ideal especulativo, sino un plan pragmático para asegurar la prosperidad nacional en un mundo cada vez más multipolar. Sin duda, Jünger nos advertiría sobre los riesgos de semejante empresa, recordándonos los peligros de subordinar la vida humana a los imperativos tecnológicos. Sin embargo, si la visión del Tecnificado puede moderarse mediante el reconocimiento de esos peligros –si puede integrar la eficiencia tecnológica sin sacrificar la dignidad humana–, puede ofrecer un camino hacia adelante que concilie la modernidad tecnológica con la necesidad permanente de sentido y comunidad. Si bien los primeros tecnócratas del siglo XX fueron a menudo descartados como soñadores utópicos, sus ideas han resurgido en un momento en que el mundo vuelve a enfrentarse a cuestiones de escasez de recursos, sostenibilidad ecológica y los límites de la interdependencia global. Todavía está por verse si este orden logrará el equilibrio previsto por sus arquitectos o sucumbirá a las advertencias de críticos como Jünger. Lo que sí está claro, sin embargo, es que el sueño del Technate, relegado durante mucho tiempo a los márgenes del pensamiento político, está de nuevo configurando los contornos de la realidad geopolítica. Es un proyecto ambicioso que, si tiene éxito, podría redefinir los parámetros del poder global en las próximas décadas.