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miércoles, 25 de enero de 2023

ETIOPÍA: ¿La última oportunidad?

Cerrar definitivamente un conflicto armado no es fácil, y menos uno de carácter interno como el que afecta a Etiopía desde el 4 de noviembre del 2020, cuando el primer ministro Abiy Ahmed ordenó una ofensiva de las Fuerzas de Defensa Nacional de Etiopía (FDNE) contra el Frente Popular de Liberación de Tigray (FPLT), como respuesta al ataque que sus combatientes realizaron contra una base militar federal ubicada en esa región septentrional del país. Sin embargo, tras la firma del cese de hostilidades alcanzada el pasado 2 de noviembre (Acuerdo de Pretoria), hay señales esperanzadoras, como la entrega de material militar pesado y la desmovilización por parte del FPLT. En realidad, ni siquiera hay acuerdo sobre la fecha de arranque del conflicto ni sobre la asignación de responsabilidades. Por una parte, cabe remontarse a las tensiones que se manifestaron a partir del momento en que, en el 2019, el FPLT dejó de formar parte del Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope (FDRPE), la coalición gubernamental de perfil étnico que dominaba la escena política desde el fin de la guerra civil en 1991, con el añadido de la guerra que desembocó en la independencia de Eritrea, en 1993. Ese revés político llevó al FPLT (que había sido el pilar fundamental del FDRPE) a rechazar la integración en el Partido de la Prosperidad, liderado por Ahmed, y a encastillarse en su región natural, Tigray, desde donde ha planteado un creciente desafío al poder central en Adís Abeba. Un reto que cobró un impulso definitivo desde el instante en el que Abiy Ahmed activó un proceso que, en esencia, busca potenciar el poder del Gobierno central a costa de los gobiernos regionales. Es en ese contexto en el que el FPLT se atrevió a celebrar, en septiembre del 2020, unas elecciones locales que fueron inmediatamente desautorizadas por el Gobierno de Ahmed. El primer ministro argumentó que eran ilegales por contravenir la decisión gubernamental de paralizar todos los procesos electorales pendientes por el impacto que la COVID-19 estaba provocando en el país. El mismo Ahmed que, un día antes del mencionado ataque a la base militar, parecía dispuesto a promover la declaración del FPLT como organización terrorista con el apoyo del Parlamento nacional. Sin embargo, al Acuerdo de Pretoria no se ha llegado como resultado de una victoria aplastante por parte del ejército de Etiopía, que ha contado también con el apoyo directo de fuerzas de la vecina Eritrea, vista como una amenaza existencial por el FPLT, y de milicias regionales de Amhara y Oromía. En todo caso, ya hace tiempo que parecía claro que la balanza se iba inclinando a su favor, en la medida en que el FPLT luchaba contra una fuerza muy superior en efectivos y medios y sin ningún respaldo político regional o internacional. De ahí que las negociaciones de paz que se iniciaron el pasado 25 de octubre en Sudáfrica se aceleraron hasta llegar al Acuerdo de Pretoria, que fijó el cese de hostilidades, y a la Declaración Ejecutiva sobre las Modalidades de Implementación del Acuerdo, firmada el día 12 del mismo mes. En dicha declaración se contempla la entrega de las armas pesadas y la desmovilización de combatientes, el restablecimiento de servicios públicos en Tigray, la reactivación de la ayuda humanitaria y la retirada de todos los grupos armados y fuerzas extranjeras que lucharon al lado de las FDNE. Aunque es innegable que se están dando pasos que apuntan a la paz, son todavía muchas las asignaturas pendientes que todos los actores implicados deben superar para poder pasar página finalmente a un conflicto con varios frentes abiertos. Es cierto que, desde el pasado 6 de diciembre, la capital de Tigray, Mekelle, vuelve a estar conectada a la red eléctrica nacional, el banco central ya opera en varias localidades de la región desde el 19 de diciembre y la policía federal volvió a operar en dicha ciudad desde el día 26 del mismo mes. Pero también lo es que, por un lado, todavía no se ha producido la retirada completa de los grupos armados, cuando se asumió que debía ser simultánea a la entrega de armas por parte del FPLT. Y, por otro, no se han detenido los enfrentamientos armados entre las fuerzas del FPLT y las milicias de Amhara, a las que suman las que enfrentan al Ejército de Liberación de Oromo y las FDNE. Todo ello sin olvidar que los miles de muertos y de desplazados acumulados no son obstáculos fáciles de sortear a la hora de lograr una reconciliación que se adivina muy compleja. El posible fin del conflicto bélico no supone, de ningún modo, el fin de los problemas para Etiopía. La situación en la que malviven sus más de 120 millones de habitantes –en un país con un Producto Interior Bruto que solo ronda los 100.000 millones de euros y un índice de desarrollo humano que lo coloca en el puesto 173, de un total de 189 países– aconseja ser extremadamente cauteloso sobre la llegada de la paz. Por cierto, se calcula que la guerra ha costado unas 600.000 vidas. Sus víctimas han sido testigos de espantosas violaciones a los derechos humanos y, trágicamente, la población civil ha sido blanco de ataques deliberados. Decenas de miles de mujeres han sido violadas. Ha durado dos años y formalmente no ha terminado, aunque lo más probable es que usted ni siquiera sepa dónde está esa guerra. A pesar de que ha causado muchas más muertes que en Ucrania, ha sido en gran medida obviada por los medios de comunicación occidentales. Todo se inicio el 4 de noviembre del 2020, cuando el primer ministro de Etiopía e irónicamente “premio Nobel de la Paz”, Abiy Ahmed, anunció una ofensiva militar en el disputado territorio de Tigray, y por aquel entonces era difícil imaginar lo catastrófica que llegaría a ser. Una población de más de seis millones de personas, sometida a un bloqueo gubernamental, se ha visto empujada a una hambruna masiva, en la que niños pequeños murieron de desnutrición aguda. Tigray se transformo en un centro de violaciones convertidas en armas y apagones de Internet que agravaron la tortura psicológica a la que se enfrentaron las víctimas del conflicto. Antes de la guerra, Tigray contaba con 47 hospitales, 224 centros de salud y 269 ambulancias en funcionamiento. Hoy, más del 80% de los hospitales han sido dañados o destruidos, y los servicios de ambulancias han desaparecido. Las estadísticas y la magnitud del sufrimiento humano significan que los ojos del mundo deberían estar puestos en Tigray, pero parece como si nadie estuviera mirando. Lo que resulta especialmente trágico es que la falta de atención no se debe a que la comunidad internacional y los medios de comunicación carezcan de recursos. En el 2022 hemos visto lo que es posible cuando el mundo decide que merece la pena “preocuparse” por un conflicto que ellos mismos han iniciado en Ucrania para provocar a Rusia y por las vidas destruidas por las consecuencias de sus demenciales actos. Tanto los EE.UU. como la OTAN tienen grandes intereses en apoderarse de Siberia - por las inmensas reservas de gas y petróleo existentes en su subsuelo y para ello como lo hizo Alemania en la II Guerra Mundial, pretendieron utilizar a Ucrania como zona de paso, pero fracasaron por la enérgica reacción rusa. Pero como Tigray no tiene nada que les interese, simplemente lo ignoran. No es de extrañar que cuando el pasado 2 de noviembre, las partes en conflicto firmaron un acuerdo de paz, este fue celebrado en silencio. Algunos esperaban que fuera el primer paso hacia la justicia y una paz duradera. Sin embargo, todo indica que no será así. Para Occidente, esta guerra, que en su mayor parte ha tenido lugar en la oscuridad, plantea además importantes interrogantes sobre la forma en que los medios de comunicación informaron sobre el conflicto, ignorando el drama que vivieron los civiles. Nos recuerda una trágica realidad de que no todos son iguales, sin importar cuán terrible sea el coste humano. Algo similar ocurre en Yemen, invadida desde el 2015 por Arabia Saudita, donde resisten firmemente al enemigo en medio de grandes sufrimientos, pero eso no conmueve a Occidente. Al igual que en Yemen, la tragedia de Tigray se ha convertido en otra catástrofe olvidada. Las preguntas siguen siendo cómo la comunidad internacional prefiere ignorar la muerte de cientos de miles de personas, debido a qué “estratégicamente” el país no es importante para ellos. Es triste decirlo, pero debemos admitir que, mientras se producen estos baños de sangre en lugares remotos del planeta, de los cuales no se pueda sacar algún beneficio, muchos deciden no mirar. Esperemos que ambas partes no desaprovechen esta ocasión para alcanzar una paz duradera.
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