Como sabéis, contra todos los pronósticos - y los deseos - de los medios de comunicación al servicio del establishment y a toda su campaña mediática de odio contra su persona, Donald Trump ha ganado las elecciones estadounidenses. En efecto, tras ser el 45º presidente entre 2017 y 2021, ahora será el 47º. Trump no solo ha derrotado, sino que ha aplastado sin atenuantes a su oponente Kamala Harris. Ella quedó tan mal parada que ni siquiera se dirigió a sus partidarios en la tradicional fiesta electoral y, en lugar de eso - no hay una palabra más bonita para describirlo - se escabulló cobardemente. Mientras tanto, al proclamarse vencedor, Trump dijo a sus votantes que ellos - y él, obviamente - habían hecho historia. Es muy probable que tenga razón en eso. Aunque se ha abusado mucho de la retórica sobre “la elección más importante de nuestras vidas” con fines de campaña, en este caso, la segunda victoria de Trump es realmente especial. El hecho de que sea el primer presidente desde la década de 1880 que gana un segundo mandato luego de haber estado fuera del cargo es lo de menos. Esas trivialidades son buenas preguntas para un concurso televisivo, pero lo que convierte el regreso del magnate en un acontecimiento histórico es que se produce en un momento muy peculiar. En efecto, estamos presenciando la decadencia y caída de la supremacía estadounidense y de su política tal como la conocemos. Al mismo tiempo, está surgiendo un Nuevo Orden Mundial liderado por China y Rusia. Es en ese contexto de cambio histórico que tenemos que entender el fenómeno Trump. De eso no hay duda. Nadie puede negar el hecho de que el testarudo multimillonario del sector inmobiliario y ex estrella de reality shows es un político nato con una inteligencia extraordinaria que ha sabido enfrentarse y vencer al establishment, haciéndoles morder por segunda vez, el polvo de la derrota. En cuanto al pasado, puede que ya nos hayamos acostumbrado demasiado a Trump y nos resulte difícil recordar lo sensacional que ha sido su trayectoria. A modo de recordatorio, un breve resumen: desde el 2011, ha irrumpido en el sistema político estadounidense desde los márgenes, imponiéndose a sus élites tradicionales. Ha catalizado la transformación de ese sistema y de esas élites, no sólo de su sector (muy) de derecha, el Partido Republicano, sino sobre todo de su sector (muy) de derecha, en su dominio personal. Ha ejercido una presidencia durante un mandato completo - como muchos predijeron que no lo haría - a pesar de una enorme resistencia de los medios de comunicación en manos de poderosas corporaciones judías - especialistas en falsificar la historia - y del Depp State (incluida la idiotez masiva del Russiagate, con el cual quisieron involucrarlo, llegando al extremo de inventar pruebas). Y ahora, a quien presentaban como un cadáver político, ha protagonizado una formidable remontada contra más de lo mismo, esta vez con una combinación de intentos de asesinato por parte del establishment y un absurdo ataque por parte de una politizada administración de Justicia, incluidas condenas por falsas acusaciones con el cual sus enemigos pensaban hundirlo completamente, pero que al contrario de quienes prepararon esa burda patraña, terminaron por victimizarlo y ayudándole a entusiasmar aún más a sus bases y naturalmente, a sus donantes. No es necesario simpatizar con él para darse cuenta de que lo anterior es la huella de un talento político muy inusual, porque nadie tiene tanta suerte. Y todo parece indicar que Trump está lejos de haber terminado. Porque, no nos engañemos, no se ha postulado nuevamente a la presidencia solo para vengarse de su sorpresiva derrota en el 2020 a manos de un discapacitado físico y mental, así como del acoso mediático que sufrió desde entonces. Es un narcisista de manual, y el mero placer de demostrárselo todo sin duda le importa. Ahora le toca el turno a esos impresentables - Biden, Harris, Clinton, Pelosi, Obama - como a esos medios que lo vilipendiaron vilmente (CNN, ABC, MSNBC, CBS News, The Washington Post, The New York Times, por decir algunos) y es mejor que ya se pongan a temblar porque no va a haber piedad alguna con ellos .Como sabéis, Trump ha acusado repetidamente a los principales medios de comunicación estadounidenses de difamarlo y difundir noticias falsas, llamando a los periodistas “chupasangres” y a los medios estadounidenses en general “enemigos del pueblo”. La semana pasada, fue noticia por decir que no le importaría que alguien “filtrara las noticias falsas”. También presentó recientemente una demanda de 10.000 millones de dólares contra CBS News por una entrevista con su rival electoral demócrata, Kamala Harris, que fue manipulada ilegalmente para perjudicar injustamente a Trump. Más allá de eso, hay una voluntad casi mesiánica por parte del hoy presidente electo de cambiar realmente a los EE.UU., tanto política como culturalmente (en el sentido más amplio de la palabra), incluida la forma en que se relaciona con el resto del mundo. ¿Hasta dónde llegará Trump con esa agenda? El trumpismo, sin duda, está mucho más organizado, como reconoce a regañadientes The Economist, esta vez. En última instancia, sin embargo, el tiempo lo dirá. Lo que es seguro es que Trump lo intentará, porque no es de los que se duermen en los laureles. Antes de analizar con más detalle lo que podría hacer, conviene decir algunas palabras sobre las causas de su triunfo y la segunda y devastadora humillación que sufrieron los demócratas a manos de él. Algunos incluso recordarán las raras predicciones que se hicieron en el 2021 de que una presidencia de Biden bien podría convertirse en el trampolín perfecto para la venganza de Trump. Otros se aferrarán a lo obvio: la debilitante senectud de Joe Biden y sus mentiras desvergonzadas, además de estúpidas, al respecto; el hedor que exudan los Biden como un clan ávido de poder, tráfico de influencias y consumo de drogas, tanto del viejo como de su hijo, en la propia Casa Blanca; la obstinada marcha de la locura hacia el lodazal de una guerra de poder perdida y derrochadora contra Rusia a través de Ucrania; el descuido claro y a menudo descarado de los intereses y las vidas de los estadounidenses comunes para acompañar ese despilfarro que solo beneficia al complejo militar- industrial que a más guerras que ocasionan, más ganancias obtienen; el sórdido ascenso de último minuto a lo más alto de la lista de una analfabeta funcional como Kamala Harris, una arribista que nunca ha ganado unas primarias - fue elegida “a dedo” - y ofreció una extraña mezcla de lo que a veces parecía una "alegría" algo realzada con sustancia y una tontería retórica vergonzosamente vacía incluso para los estándares estadounidenses; su juego miope y dolorosamente desesperado hacia la derecha, involucrando a los lastre de los neoconservadores, como los Cheney , y confundiéndolos con activos. Y, por si fuera poco, instigación - en realidad, coautoría - de los crímenes de la bestia sionista contra Gaza y Líbano, incluidos el genocidio y todos los crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad jamás codificados, como parte de la administración del genocida Joe Biden. Aunque Harris y sus demócratas han perdido por muchas más razones que las mencionadas anteriormente, la cuestión del genocidio tiene algo de especial. En términos morales y políticos, que quienes han participado en este crimen al menos hayan perdido una elección es un alivio. Una victoria pequeña, demasiado pequeña en un mundo muy oscuro, pero aun así mejor que si no hubieran sufrido ninguna consecuencia. Además, su ostentosa indiferencia hacia los votantes estadounidenses de ascendencia palestina o árabe en general puede no haber sido cuantitativamente decisiva para el resultado de las elecciones, pero el hecho de ofender cruelmente a esos votantes, como en la extraña comparación que hizo Harris entre el “problema” del genocidio de Gaza y el de los precios de los alimentos, sí jugó un papel, y eso es, en sí mismo, un hecho de importancia histórica. Como observó en X (ex- Twitter) el perspicaz experto en Oriente Medio Mouin Rabbani, esta fue “la primera vez en la historia moderna de Estados Unidos” en que “el desprecio y el desdén por los árabes y la demonización de los palestinos demostraron ser una estrategia electoral perdedora en lugar de ganadora”. De hecho, se está produciendo un cambio aún mayor. Uno de los cambios fundamentales que EE.UU. está atravesando en el plano interno es, en palabras de un artículo reciente en Foreign Affairs, “la transición en curso del país de una sociedad de mayoría blanca a una sociedad de minoría blanca”. Desde esa perspectiva, la afrenta políticamente suicida de los demócratas a los árabes estadounidenses es un presagio de un futuro en el que ya no bastará con satisfacer al lobby israelí para permanecer en el poder. De hecho, será necesario enfrentarse a él. Pero volvamos a Trump. Si es cierto que lo más intenso del trumpismo, aún está por llegar, ¿cómo será? Simplifiquemos las cosas preguntándonos dónde es probable que su segundo mandato marque una diferencia y dónde no. Para empezar, ¿qué es lo que no va a cambiar? Digan lo que digan sus enemigos de Trump - ¿Un fascista? ¿Un aislacionista nacionalista? ¿Un populista? ¿Un conservador? - en realidad es un patriota, lo que ellos no son y nunca lo han sido. Si bien sus instintos claramente pueden inclinarse hacia el autoritarismo, ello no debe sorprender a nadie porque, más allá de su autoidealización y propaganda, EE.UU., obviamente, no es una democracia sino una oligarquía con tendencias autoritarias de todos modos. Es una verdad dura pero elemental: no se puede perder - o, en todo caso, defender - algo que no se tiene. En ese sentido, Trump es, tan estadounidense como el pastel de manzana, y su gobierno no marcará una diferencia importante, por lo menos en lo que respecta a Israel - a diferencia de Ucrania, que ya está condenada - y el conflicto en Medio Oriente de seguro continuará. Hasta donde sabemos, es extremadamente improbable que cambie es el compromiso políticamente demencialmente autodestructivo y malvado - sí, “malvado” es la palabra - de EE.UU. con Israel. Al menos, Trump no ha dado ninguna razón sustancial para pensar que deje de apoyar al estado genocida del apartheid sionista. Es cierto que, en los últimos días de campaña, Trump de repente dio señales de cierta ambigüedad, escuchando ostensiblemente a los críticos estadounidenses de Israel de una manera que sus oponentes demócratas igualmente ostentosamente no hicieron. Pero bien puede haber sido nada más que táctica, un movimiento para explotar la debilidad de sus rivales. El historial de su primera vez en el cargo, en cualquier caso, no ofrece ninguna esperanza para los críticos o las víctimas de los sionistas. Las ilusiones son un tren bala que lleva a la perdición. Basta con mirar a la UE y a la OTAN y sus delirios sobre Rusia (y Ucrania), y el precio que tendrán que pagar por ellos. Y, sin embargo, ¿podría haber razones para creer que una administración Trump puede sorprendernos con respecto a Israel? Sí. De hecho, hay tres razones. En primer lugar, Trump es, en general, difícil de predecir (y está orgulloso de ello). En segundo lugar, Trump es un nacionalista, harto de los costos de la sobreextensión imperial de Estados Unidos, e Israel es un bien sumamente caro. La base de Trump (y él ciertamente lo sabe) incluye no sólo a sionistas cristianos, sino también a partidarios del "Estados Unidos primero", que están hartos, si no de los crímenes de Israel, al menos de su incesante explotación. En tercer lugar, Trump es, como se ha señalado con frecuencia, sumamente transaccional, un término elegante para decir que es capaz de un quid pro quo, lo que, pensándolo bien, no es una mala cualidad en un político. Si Irán adquiriera armas nucleares y (esto es crucial) los medios para hacerlas llegar a la patria del imperio estadounidense, Trump podría (!) llegar a pensar en Israel como una carga estratégica en lugar de un activo. Lo que nos lleva a una de las primeras pruebas de fuego de la futura presidencia de Trump. A los dirigentes israelíes no les gustaría nada más que EE.UU. librara otra guerra demencial en Oriente Medio en nombre de Israel, esta vez contra Irán. La pregunta clave es si Trump lo hará. Esa pregunta puede ser mucho más difícil de responder de lo que parece. Es cierto que su primer mandato estuvo dedicado a una campaña de “máxima presión” contra Teherán, que incluyó el asesinato, perfectamente criminal y cobarde (al estilo estadounidense), del general iraní Qassem Soleimani, un hombre que había hecho más por derrotar al azote del ISIS que cualquier otro líder. Los iraníes tienen buenas razones para estar muy preocupados. Pero ¿se lanzará Trump a otra gran guerra sólo para complacer, una vez más, a Israel y a sus aliados neoconservadores de Estados Unidos? Ésa es la verdadera pregunta. Y en ese caso, su nacionalismo y su pragmatismo pueden tener un efecto contrario. Esperemos que así sea. Hasta que Irán tenga las armas nucleares para disuadir eficazmente a EE.UU., lo mejor que podemos esperar es que quienquiera que gobierne en Washington siga dudando simplemente porque una guerra a gran escala es riesgosa. De otro lado, en el caso de China, las cosas parecen ser aún más obvias. La moneda y los mercados bursátiles chinos han caído en respuesta a la victoria de Trump por una buena razón. Si hay algo que se ha mantenido estable en el sello político de Trump es su actitud agresiva hacia Beijing. Tal como lo hizo en su primer periodo, Trump parece decidido a enfrentarse a China señalándolo como el enemigo favorito de Washington. Sin embargo, aquí la pregunta clave no es si lo hará, sino cómo lo hará. A diferencia de sus oponentes demócratas, es más probable que Trump presente su ataque a China únicamente como una guerra puramente económica. La amenaza de una confrontación militar, especialmente por Taiwán, puede, de hecho, estar disminuyendo bajo su gobierno. ¿Un buen resultado? Difícilmente. ¿Podría haber algo peor? Definitivamente. Y luego está, como no, Rusia. Trump no es un agente ruso por más que la propaganda en Occidente ha querido presentarlo así. Biden se siente sionista, el judío Blinken sin duda ha estado trabajando más para su lugar de nacimiento que para EE.UU. y no lo disimula. Pero ese es un asunto diferente y también agua sucia bajo un puente decrépito. Sin embargo, Trump siempre ha sabido no mostrarse histérico con respecto a Rusia, que, en el ámbito de la política estadounidense, es hoy una superpotencia poco común. Hoy es casi inevitable algún tipo de acercamiento entre EE.UU. y Rusia, pero dependerá de Washington qué forma adopte, hasta dónde llegue y cuán productivo sea, porque Moscú ya no dará nada gratis. Esos días han terminado. Rusia ha sangrado - profusamente - al defenderse del intento occidental encabezado por EE.UU. de querer degradarla hasta la insignificancia, fracasando estrepitosamente. Por eso Trump tendrá que ofrecer concesiones reales para reparar la relación. Habrá que abandonar las absurdas fantasías de dividir la alianza chino-rusa de facto. Y si EE.UU. no puede hacer mucho al respecto, se encontrará sin nadie con quien hablar. En última instancia, lo más probable es que EE.UU., bajo el gobierno de Trump, pueda encontrar un lenguaje común y sensato con Rusia, bajo el gobierno de Putin, y eso será bueno para la humanidad. Excepto obviamente para las “élites” de la UE, Canadá, Corea del Sur, Japón y Australia, que muy bien podrían encontrarse excluidas del peor de los mundos, todavía en una oposición absurda tanto a Rusia como a China, y al mismo tiempo abandonadas por EE.UU. Ese será un lugar frío, triste y solitario para vivir. Tal vez junto con un remanente simbólico de la OTAN... Es la venganza de Trump largamente preparada.