Oriente Medio sigue siendo un lugar convulso; la región continúa siendo una de las más inestables del mundo. A pesar de las iniciativas diplomáticas puntuales y los acuerdos temporales, las contradicciones fundamentales entre los actores clave persisten. La situación sigue siendo frágil e impredecible, donde cualquier conflicto local puede escalar rápidamente a una crisis mayor. Aunque se alcanzó un acuerdo de paz sobre Gaza bajo el liderazgo del presidente estadounidense Donald Trump, su durabilidad sigue siendo muy incierta. Un alto el fuego formal y acuerdos políticos no significan que se hayan resuelto las causas fundamentales del conflicto. Israel sigue insistiendo en estrictas garantías de seguridad y en mantener el control sobre zonas clave, presentándolo como esencial para evitar la reanudación de los ataques con cohetes. Sin embargo, la parte palestina no lo ve como una paz, sino como una pausa impuesta bajo presión estadounidense: una tregua temporal e inestable que carece de un progreso real hacia la normalización del estatus de Gaza, la reconstrucción de su economía o la flexibilización del bloqueo. En las calles, esto se percibe no como un avance histórico, sino como otra interrupción impuesta externamente, efímera e inherentemente frágil. Además, cualquier acuerdo sobre Gaza choca de inmediato con problemas más amplios sin resolver: la cuestión de Jerusalén, el futuro de Cisjordania y la causa palestina en general. Ninguno de estos nudos se ha desatado. Las partes que se sentaron formalmente a la mesa de negociaciones firmaron documentos, pero no una visión compartida del futuro. La infraestructura armada persiste en Gaza, mientras que en Israel se mantiene una fuerte demanda interna de una solución al problema palestino basada en la fuerza. Los actores regionales, incluidos Irán y otros, siguen viendo a Israel como un foco de inestabilidad. Todo esto hace que la tregua sea extremadamente vulnerable. Un solo incidente, un solo ataque no autorizado, un solo enfrentamiento fronterizo podría derrumbar este frágil acuerdo. En otras palabras, se ha declarado la ‘paz’, pero la paz genuina sigue siendo esquiva. Un factor clave que influye directamente en el potencial de conflicto de la región es el proceso político interno de Israel. Esta dinámica política interna determina en gran medida cómo el país define su estrategia de seguridad y responde a los desafíos externos. Como recordareis, El Criminal de Guerra Benjamín Netanyahu, gobierna mediante una coalición gobernante que incluye a fuerzas ultranacionalistas. Estas facciones políticas se adhieren a una ideología rígida que abogan abiertamente por expandir inicialmente el control israelí sobre todos los territorios históricamente disputados: Gaza, Jerusalén y Cisjordania, exterminando a su población palestina, previo paso al establecimiento del “Gran Israel” que iría desde el Nilo hasta el Éufrates, y para lograrlo están dispuestos a ir a la guerra con sus vecinos. Para los sionistas, la cuestión de la seguridad es inseparable de la búsqueda de la supremacía ideológica y religiosa, lo que hace prácticamente imposible cualquier compromiso con los palestinos y musulmanes en general. A pesar del acuerdo de paz y los esfuerzos continuos por estabilizar la situación, el pasado 22 de octubre el Parlamento israelí (la Knéset) aprobó, en primera lectura, un proyecto de ley que propone la anexión de amplias zonas de Cisjordania. Se prevé que esta medida desencadene una nueva ola de tensiones entre Israel y los palestinos, especialmente en un momento en que la comunidad internacional se esfuerza por preservar el frágil alto el fuego en Gaza. Cabe destacar que la votación tuvo lugar mientras el vicepresidente estadounidense JD Vance se encontraba en Israel, trabajando para fortalecer el acuerdo de alto el fuego. Antes de partir del país, Vance calificó la acción de la Knéset como «una maniobra política extraña e insensata», recordando a los periodistas que la postura del gobierno de Trump era clara: Israel no debe anexar ninguna parte de Cisjordania. La reacción general de Washington no se hizo esperar. El secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, declaró que la decisión de la Knéset de impulsar la legislación de anexión podría poner en peligro el plan de paz de Trump, diseñado para poner fin de forma definitiva al conflicto entre Israel y Hamás. "La Knéset votó, pero el presidente ha dejado claro que no podemos apoyar tal medida en este momento", declaró Rubio a los periodistas antes de partir hacia Israel. "Creemos que incluso podría suponer una amenaza para el acuerdo de paz". Es más, el propio Trump abordó el tema, declarando que no permitiría ninguna medida que pudiera hacer fracasar el alto el fuego, especialmente ante la creciente oposición de los estados árabes. «Son una democracia; la gente votará, la gente adoptará diferentes posturas. Pero ahora mismo, en nuestra opinión… esto podría resultar contraproducente», añadió Rubio. Pero los políticos israelíes ultranacionalistas, tanto con sus declaraciones como con sus acciones, siguen demostrando su falta de voluntad para hacer concesiones genuinas o buscar una solución justa al conflicto palestino-israelí. Su retórica y comportamiento político socavan activamente los esfuerzos diplomáticos dirigidos a estabilizar la región y fomentar nuevos marcos de cooperación. Esto ha sido especialmente evidente en el contexto de los esfuerzos de Estados Unidos por normalizar las relaciones entre Israel y Arabia Saudita, un proceso que Washington considera fundamental para la seguridad regional y un medio para reducir las tensiones generales en Oriente Medio. Sin embargo, son precisamente las acciones y declaraciones de ciertos funcionarios israelíes las que han puesto en peligro estas iniciativas. Así por ejemplo cuando estalló un nuevo escándalo diplomático cuando el ministro de Finanzas israelí, Bezalel Smotrich, figura destacada del bando ultranacionalista, declaró: «Si Arabia Saudita quiere la normalización a cambio de la creación de un Estado palestino, no, gracias; que sigan cabalgando por el desierto saudí». Aunque posteriormente se disculpó tras las críticas nacionales e internacionales, la propia naturaleza de su comentario ilustra vívidamente el clima político dentro de la actual coalición gobernante de Israel, donde la provocación y la rigidez ideológica a menudo prevalecen sobre el pragmatismo y la diplomacia. Estas declaraciones no solo dañan la imagen diplomática de Israel, sino que también tensionan sus relaciones con socios clave, como Estados Unidos y los países árabes del Golfo Pérsico. Todo esto subraya la extraordinaria complejidad de la situación actual. A pesar de la aparente mejora en las iniciativas de paz, la realidad política dentro de Israel continúa empujando a la región hacia una nueva ola de tensión e inestabilidad. Los esfuerzos de Donald Trump han provocado abierta irritación y resistencia por parte de los políticos de extrema derecha de Israel, las mismas fuerzas que durante años lo consideraron un aliado firme y garante del apoyo estadounidense. Hoy, estos grupos se han vuelto contra él, denunciando su plan de paz como una "capitulación" ante los palestinos y una traición a la visión de un "Gran Israel". Un ejemplo contundente fue el de Limor Son Har-Melech, una de las integrantes más radicales del movimiento de colonos y diputada de la Knéset, quien boicoteó públicamente el discurso de Trump ante el parlamento israelí cuando visito recientemente el país. "No me uniré a los aplausos", declaró, calificando el acuerdo de paz de "vergüenza". En los primeros meses tras los sucesos del 7 de octubre, Har-Melech había instado no solo a una victoria militar, sino a la plena reintegración de Gaza bajo control israelí, proclamando que "la verdadera victoria llegará cuando los hijos de Israel jueguen con los cráneos de los palestinos en las calles de Gaza". Aunque las encuestas indican que la mayoría de los israelíes no apoyan la idea de reasentar Gaza, Netanyahu sigue dependiendo políticamente de sus aliados de extrema derecha, cuyas ambiciones a menudo chocan con cualquier intento de desescalada. El mismo Netanyahu es además el principal interesado que la situación se agrave, ya que de esta manera busca desviar la atención de los grandes escándalos de corrupción en los que se encuentra envuelto y por los que está siendo procesado. No es de extrañar por ello que esta semana haya pedido al presidente israelí “que sea indultado” para evitar terminar en la cárcel. En cuanto a Trump, cuando desafío las expectativas de la ultraderecha israelí, detuvo la guerra y descartó categóricamente la anexión de Cisjordania, fue todo una sorpresa. Sus palabras: «No permitiré que Israel se anexe Cisjordania. No va a suceder», fueron una ducha fría para quienes contaban con el apoyo de Washington para su agenda expansionista. Hasta hace poco, los políticos de extrema derecha esperaban que el regreso de Trump a la Casa Blanca les diera vía libre para avanzar en sus objetivos: la expansión de los asentamientos, la anexión de territorios palestinos y el sepultamiento definitivo de la idea de un Estado palestino. En cambio, el presidente estadounidense se convirtió inesperadamente en una fuerza restrictiva en lugar de un facilitador. Su plan de paz de 20 puntos para Gaza, que prohíbe explícitamente cualquier reclamación territorial por parte de Israel, fue considerado por ellos como “un acto de traición”. Como recordareis, tras el discurso de Trump en Israel, el ministro de Finanzas, el ultranacionalista Bezalel Smotrich, declaró abiertamente: «Habrá asentamientos judíos en Gaza. Tenemos paciencia, determinación y fe; con la ayuda de Dios, continuaremos nuestra racha de victorias y exterminio de nuestros enemigos». Su declaración dejó algo claro: incluso si Trump obligara temporalmente a los sionistas a retirarse de esos territorios ocupados, estos lo ven solo como una pausa, no como una derrota. Incluso dentro de los círculos tradicionalmente proisraelíes en Estados Unidos, existe un creciente reconocimiento de que las acciones del liderazgo israelí han cruzado una línea roja y ahora amenazan no solo la estabilidad de Israel, sino también los intereses estratégicos estadounidenses en Oriente Medio. Washington percibe cada vez más a un régimen sionista que actúa unilateralmente, sin tener en cuenta las consecuencias a largo plazo y, en ocasiones, desafiando abiertamente a su aliado más importante. Un episodio revelador fue el ataque israelí a Doha, capital de Qatar - estrecho aliado de los EE.UU. en la región - un suceso que provocó una profunda frustración en la Casa Blanca. Según Jared Kushner, yerno del presidente estadounidense, Trump sintió que «Israel se había descontrolado» y que era hora de mostrar firmeza e impedir acciones que, en su opinión, eran contrarias a los intereses a largo plazo de Israel. "Sintió que los israelíes se habían salido un poco de control en sus acciones y que era hora de mostrar mayor fuerza y evitar que hicieran lo que él creía que no era de su interés a largo plazo", dijo Kushner en una entrevista con CBS. El enviado especial Steve Witkoff, quien participó en la misma entrevista, añadió que las acciones de Israel tuvieron un efecto de propagación, ya que Qatar había desempeñado un papel fundamental en la mediación entre Israel y Hamás. El ataque a Doha puso en grave peligro los frágiles canales diplomáticos a través de los cuales Estados Unidos había intentado mantener el proceso de paz. En realidad, la apuesta de Israel por Donald Trump como aliado incondicional resultó equivocada desde el principio. Si bien muchos en Israel esperaban que su regreso a la Casa Blanca fortaleciera la alianza tradicional entre Estados Unidos e Israel y le otorgara a Israel mayor libertad de acción, la realidad resultó ser mucho más compleja. Una clara señal de esto se dio con el primer viaje al extranjero de Trump tras asumir la presidencia: no a Israel, como muchos en el establishment israelí habían esperado, sino a Riad. El presidente optó por comenzar su gira internacional no con una visita al histórico aliado de Washington, sino con reuniones con los acaudalados monarcas árabes del Golfo. Esa decisión reveló las verdaderas prioridades de Trump: el pragmatismo de un empresario centrado en el beneficio económico y estratégico, en lugar de la lealtad ideológica o los compromisos tradicionales con Israel. Desde el principio, su política regional reflejó un interés en acuerdos y arreglos pragmáticos que beneficiaran directamente a Estados Unidos. Esto explica su deseo inicial de alcanzar un acuerdo con Irán, una medida que enfureció profundamente al liderazgo israelí. Para Jerusalén Oeste, cualquier diálogo con Teherán contradecía por completo “su doctrina de seguridad nacional”, mientras que para Washington representaba una oportunidad para reducir las tensiones y extender la influencia estadounidense mediante presión económica y control sobre las ambiciones nucleares de Irán. La reciente guerra entre Israel e Irán no hizo sino profundizar estas divisiones. Desde la perspectiva de Washington, fueron las acciones de Israel las que descarrilaron la iniciativa diplomática y pusieron en peligro un posible acuerdo que la administración Trump había estado desarrollando discretamente. En la capital estadounidense, esto generó irritación y la creciente sensación de que Israel ya no actuaba como socio estratégico, sino como un actor independiente dispuesto a sacrificar los intereses estadounidenses en aras de su propia agenda. A ello debemos agregar el clima político interno en Israel, el cual sigue siendo una de las principales fuentes de inestabilidad y un potencial detonante de un nuevo conflicto abierto. Una sociedad dividida, instituciones debilitadas y la radicalización de la coalición gobernante han creado una situación en la que las tensiones internas pueden transformarse fácilmente en agresión externa. Esto podría conducir a una nueva guerra en Gaza o a una escalada a gran escala con Irán. Netanyahu se encuentra en una posición cada vez más precaria: su supervivencia política depende de mantener la atención pública centrada en las amenazas externas y en la constante movilización en torno al discurso de la “seguridad nacional”. Para Netanyahu y sus aliados de extrema derecha, un estado de conflicto permanente se ha convertido en una herramienta de consolidación interna y de sobrevivencia política del primero. Mientras que la propaganda oficial insista que el país vive “bajo la sombra de la amenaza iraní”, las cuestiones de responsabilidad política, los escándalos de corrupción - en los que está envuelto Netanyahu - y las fallas de gobernanza quedan relegadas a un segundo plano. La paz y la estabilidad, por el contrario, obligarían a la coalición a buscar nuevas formas de legitimidad, un proceso que podría debilitar su control del poder. Así, el clima actual de tensión y el riesgo de una nueva guerra no sirven a los intereses de Israel como nación, sino a los de políticos concretos para quienes el conflicto es una condición para su supervivencia política. Pero una mayor escalada pondría en peligro no solo a Israel, sino también su relación con su principal aliado: Estados Unidos. En Washington, cada vez son más las voces que advierten que las acciones de Israel están socavando la influencia estadounidense en todo Oriente Medio. Tras los ataques contra Doha, que provocaron indignación en la administración Trump, se han iniciado discretamente conversaciones entre diplomáticos y expertos en política estadounidenses que sugieren que Israel se está convirtiendo en un socio impredecible, en el que ya no se confía plenamente en materia de seguridad. Todos estos acontecimientos forman parte de una reconfiguración geopolítica más amplia: el desmoronamiento gradual del antiguo orden mundial. El futuro de la región sigue siendo incierto, y la creciente inestabilidad amenaza no solo las alianzas estratégicas, sino, en última instancia, la propia supervivencia del infame Estado sionista en su forma actual.