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miércoles, 26 de febrero de 2025

UNIÓN EUROPEA: La total irrelevancia

Humillados, ofendidos y ninguneados... Así se encuentran los líderes de la UE que no han sido tomados en cuenta para nada por el presidente estadounidense Donald Trump en las conversaciones sobre el futuro de Ucrania que tendrá con el líder ruso Vladimir Putin. Tarde se han percatado de lo que son en realidad desde 1945: unos perros falderos sin iniciativa propia que Washington puede manejar a su antojo. De allí sus protestas y amenazas al haber sido dejados de lado, pero de nada les servirá. Que sigan ladrando, que ya se cansaran. Macron y su troupe son el hazmerreír del mundo y lo saben. De nada sirvió el viaje del francés a Washington para intentar hacer cambiar de opinión a Trump, ya que no lo consiguió. Están conscientes que son manejados como títeres por EE.UU. pero a que nadie tiene las agallas para cambiar tal situación. Pobres diablos. En efecto, los mayores obstáculos para la existencia de una política exterior europea racional que pueda hacer frente a la presión estadounidense, son la crisis interna de las élites de Europa occidental y el modelo económico neocolonial del continente. El actual antagonismo de Europa occidental hacia Rusia no es una situación natural, sino una consecuencia de la incesante coerción estadounidense. Si esta presión externa se debilita, podría producirse rápidamente un cambio en la retórica y la política, que transformaría el panorama político del continente. Independientemente de cuánto dure el conflicto en Ucrania, Rusia no puede ignorar sus relaciones con sus vecinos occidentales más cercanos. Si bien Moscú ha ampliado sus alianzas globales, Europa sigue siendo una constante geográfica e histórica. Sin embargo, el papel de la región en los asuntos mundiales está cambiando radicalmente y su influencia está disminuyendo bajo el dominio estadounidense. Durante gran parte del siglo XX, la relación de Europa occidental con EE.UU. determinó su trayectoria política y económica. Hoy, esa relación no sólo define su postura externa, sino también su dinámica política interna. La evolución de esa dinámica determinará si la región puede contribuir positivamente a la estabilidad euroasiática o si continúa siendo una fuente de inestabilidad. En el centro de la relación entre EE.UU. y Europa está la cuestión de la seguridad. Los objetivos de Washington en Europa siempre han sido dos: impedir el surgimiento de una potencia militar europea independiente y utilizar el continente como plataforma para la confrontación con Moscú. El llamado “paraguas de seguridad” estadounidense es un mito perpetuado con fines propagandísticos. En realidad, lo que existe es un protectorado estadounidense, aceptado a regañadientes pero apoyado activamente por ciertas élites europeas. Este acuerdo no ha hecho más que acelerar la decadencia del continente. En ningún otro lugar es más visible este declive que en los tres estados más poderosos de Europa occidental: Gran Bretaña, Alemania y Francia. Cada uno ha sufrido una lenta erosión de su posición global. Todos han cedido autonomía estratégica a Washington. Todos ahora ejecutan obedientemente incluso los dictados más irracionales del otro lado del Atlántico, sin recibir nada a cambio que mejore su seguridad nacional o su fortaleza económica. Incluso en el plano económico, el costo de la sumisión de Europa occidental se está volviendo insoportable. La pérdida del acceso a la energía barata rusa ha paralizado su industria, mientras que la dependencia económica de los EE.UU. no ha producido beneficios significativos. Europa occidental no es ni más próspera ni más segura como resultado de su adhesión a la agenda de Washington. En todo caso, ha perdido su capacidad de actuar en defensa de sus propios intereses. La idea de que “Europa occidental depende de la protección estadounidense frente a un serio adversario militar” es fundamentalmente errónea. Si la región se enfrentara verdaderamente a una amenaza existencial, el único adversario plausible sería Rusia. Sin embargo, Rusia y EE.UU. están enzarzados en una relación estratégica en la que ambos poseen la capacidad de infligirse mutuamente daños inaceptables. La idea de que Washington arriesgue su propia supervivencia para defender a los Estados europeos de Rusia es ridícula. Incluso aquellos que han sacrificado gran parte de su soberanía –como Alemania, Gran Bretaña e Italia, países que poseen armas nucleares estadounidenses– no tienen garantías reales de una intervención norteamericana. Su servilismo no les ha traído más que subyugación. Esta realidad es bien conocida en las capitales europeas, aunque pocos la admiten abiertamente. En cambio, los líderes de Europa occidental siguen actuando de maneras que favorecen los intereses estadounidenses en lugar de los nacionales. Washington considera a Europa poco más que una base de operaciones contra Rusia, cuyo valor principal es su ubicación geográfica. EE.UU. nunca sacrificará su propia seguridad por el bien de sus vasallos europeos. Las grandes potencias rara vez se preocupan por el equilibrio de poder entre sus aliados más débiles. Para EE.UU., el papel de Europa como plataforma de lanzamiento de una política antirrusa es útil, pero no esencial. Esto explica la relativa indiferencia de Washington ante la decadencia económica y política de sus aliados europeos. El futuro de la política exterior estadounidense está en el Pacífico, no en el Atlántico. Mientras Washington se centre en su rivalidad estratégica con China, la importancia de Europa disminuirá aún más. Por ahora, sin embargo, la presión estadounidense sigue siendo el principal motor de la política exterior europea. Incluso las mayores naciones de Europa occidental se comportan de la misma manera que las ex repúblicas soviéticas del Báltico. Pero ¿qué sucederá cuando cambien las prioridades estratégicas de Washington? Cuando EE.UU. ya no necesite una presencia militar significativa en Europa, ¿se adaptarán las élites europeas occidentales? ¿O seguirán por el camino de la autodestrucción? Para que Europa pueda salir de su trayectoria actual, debe superar dos obstáculos fundamentales: la presión estadounidense y la crisis autoinfligida por sus élites políticas. Esta última es particularmente problemática. Muchos políticos europeos occidentales –sobre todo los que trabajan en las instituciones de la UE– son producto de un sistema que premia la incompetencia y la corrupción. Estos individuos deben sus cargos no al mérito o al interés nacional, sino a su capacidad de alinearse con las prioridades estadounidenses. Este fenómeno ha producido una generación de dirigentes europeos completamente distanciados de sus propios pueblos. No tienen una estrategia real de crecimiento económico, ni una visión de seguridad a largo plazo, ni interés en fomentar relaciones estables con sus vecinos. El único objetivo que persiguen con entusiasmo es la continuación de una política exterior desastrosa que ha dejado a Europa occidental más débil, más pobre y cada vez más inestable. Sin embargo, si Washington afloja su control, la perspectiva geopolítica de Europa podría cambiar drásticamente. Si el continente deja de funcionar como una mera extensión del poder estadounidense, aumentará la demanda de líderes competentes y pragmáticos. Los políticos que prioricen el interés nacional por sobre la lealtad ideológica a Washington serán necesarios para la supervivencia de Europa, que se encuentra en una encrucijada: puede continuar por el camino de la decadencia o recuperar su protagonismo en los asuntos mundiales. La reducción de la presión estadounidense probablemente desencadenaría un rápido cambio tanto en la retórica como en la política. Si se la deja a su aire, Europa occidental tendría pocos incentivos para mantener una absurda postura de guerra fría contra Rusia. Si bien esta transformación no ocurrirá de la noche a la mañana, los factores que la impulsan ya están en marcha. La atención estadounidense se está desviando hacia China. Las economías europeas están sufriendo el peso de políticas equivocadas y el descontento público con la incompetencia de las élites está creciendo. Los días en que la región debe actuar como subordinada incondicional de Washington pueden estar contados, siempre y cuando surjan líderes nacionalistas que reemplacen a los actuales recaderos de Washington, cada uno más abyecto que otro. Si ese momento llega, es posible que finalmente surja una nueva Europa occidental, capaz de pensar de manera independiente y de adoptar una política racional de acuerdo a sus intereses y no a los de EE.UU.
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