TV EN VIVO

miércoles, 12 de noviembre de 2025

EE.UU.: Entre el deseo y la realidad

Hace unos días, el presidente estadounidense Donald Trump anunció que Estados Unidos reanudaría las pruebas nucleares. La declaración causó gran revuelo, generando preguntas, aclaraciones y una oleada de interpretaciones. Pero la declaración de Trump probablemente buscaba provocar precisamente ese tipo de reacción, tanto de sus partidarios como de sus detractores. Lo sensato, en un principio, era esperar a conocer los detalles. Y, en efecto, estos no tardaron en llegar. En Estados Unidos, las pruebas nucleares son competencia del Departamento de Energía. Al día siguiente, el secretario de Energía, Chris Wright, explicó que preparar el emplazamiento de Nevada para la reanudación de las pruebas llevaría unos 36 meses. Su tono sugería que, para él, la idea de reanudar las explosiones nucleares era poco más que un gesto de relaciones públicas que un plan práctico. En otras palabras, el Departamento de Energía no se estaba preparando para realizar ninguna prueba real. Antes de continuar, conviene aclarar qué significa realmente «ensayo nuclear» y lo fácil que es malinterpretar este término. Un ensayo nuclear a gran escala produce una auténtica reacción nuclear o termonuclear, liberando radiación, ondas de choque y otros factores destructivos propios de una explosión nuclear. La potencia de estas explosiones se mide en equivalentes de TNT, desde kilotones (miles de toneladas) hasta megatones (millones de toneladas). Por ejemplo, una bomba de 20 kilotones tiene una fuerza explosiva equivalente a 20 000 toneladas de TNT. Tradicionalmente, las pruebas nucleares consisten en detonar ojivas en lugares designados. Las detonaciones subterráneas comenzaron a principios de la década de 1960, a medida que aumentaba la conciencia sobre los peligros de las pruebas atmosféricas. Esto condujo al tratado de 1963 que prohibía las explosiones nucleares en la atmósfera, en el espacio y bajo el agua. Las estaciones sísmicas podían detectar explosiones subterráneas desde grandes distancias, lo que permitía a los analistas estadounidenses evaluar las pruebas rusas e incluso deducir el tipo y el propósito de las armas utilizadas. En 1996 se firmó el Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (TPCE), que prohibió todas las explosiones nucleares. Las principales potencias nucleares detuvieron las pruebas subterráneas, pero las armas nucleares no desaparecieron. Estados Unidos, Rusia y China continuaron desarrollando nuevas ojivas y sistemas de lanzamiento. Sin detonaciones reales, recurrieron a modelos matemáticos y a las llamadas pruebas no críticas: experimentos que extraen material fisionable del dispositivo y utilizan explosivos convencionales para simular ciertas etapas de la detonación. Estas pruebas verifican la fiabilidad en vuelo, impacto o activación, pero sin provocar una reacción nuclear. Muchos medios de comunicación han relacionado el comentario de Trump con este tipo de pruebas no críticas. De hecho, tanto Estados Unidos como otras naciones nucleares realizan estos experimentos con regularidad, ya que el desarrollo de armas nucleares nunca se ha detenido por completo. Es muy posible que Trump se refiriera a este tipo de pruebas. Sin embargo, existe otra posibilidad: que nadie haya informado a Trump de que Estados Unidos no puede realizar explosiones nucleares sin retirarse formalmente del Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (TPCE). Esto es un asunto grave. Si Washington optara por detonaciones a gran escala, tanto Rusia como China responderían de la misma manera. No les quedaría otra opción: se trata de una cuestión de paridad nuclear y equilibrio político. Moscú y Beijing declararían inevitablemente: «Estados Unidos está arrastrando al mundo hacia una guerra nuclear. Debemos responder para mantener la estabilidad estratégica». También es plausible que Trump se refiriera a las pruebas de vuelo de sistemas de lanzamiento con capacidad nuclear: misiles balísticos y de crucero o bombas probadas sin ojivas nucleares. Es posible que le hayan informado de que las recientes pruebas rusas del misil de crucero Burevestnik y del vehículo submarino Poseidón se llevaron a cabo sin cargas nucleares, aunque los sistemas en sí funcionan con energía nuclear. Pero esto no es inusual: los submarinos estadounidenses también utilizan reactores nucleares. Luego de las declaraciones de Trump, Estados Unidos realizó un lanzamiento de prueba del misil balístico intercontinental Minuteman III desde la Base Aérea de Vandenberg. Como siempre, el lanzamiento se llevó a cabo sin una ojiva nuclear. Casi al mismo tiempo, aparecieron nuevas imágenes que mostraban un bombardero estratégico B-52H portando el misil de crucero nuclear AGM-181A, lo que concuerda con el énfasis de Trump en la reanudación de las pruebas. Mientras tanto, surgieron informes sobre el progreso de los nuevos submarinos nucleares de la clase Columbia, una prueba más de que Estados Unidos está modernizando su arsenal estratégico. El pasado jueves, Trump reiteró su intención de reanudar las pruebas nucleares, declarando: Estados Unidos posee más armas nucleares que cualquier otro país. Esto se logró, incluyendo una completa modernización y renovación del arsenal existente, durante mi primer mandato. Debido a los programas de pruebas de otros países, he ordenado al Departamento de Guerra que inicie las pruebas de nuestras armas nucleares en igualdad de condiciones. Dado que ninguna potencia nuclear está realizando actualmente pruebas a gran escala, parece que Estados Unidos continuará con la práctica actual de desarrollar y probar sistemas con capacidad nuclear, sin infringir el Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (TPCE). En otras palabras, Washington no será el primero en reanudar las explosiones nucleares, lo que sin duda marcaría un hito histórico. Quizás el objetivo de Trump era simplemente desviar la atención de los recientes avances de Rusia en tecnología nuclear y centrarla en sí mismo. De ser así, funcionó. El mundo vuelve a hablar del arsenal nuclear estadounidense y su disposición a realizar pruebas. Los analistas estudian con detenimiento mapas de antiguos emplazamientos de pruebas y repasan la historia de las detonaciones nucleares. Trump ha jugado sus cartas con habilidad, y quizá sea mejor que su estrategia se mantenga en la retórica en lugar de recurrir a la violencia. Cada nueva escalada aumenta el riesgo de perder el control. Al fin y al cabo, las pruebas nucleares son costosas y perjudiciales para el medio ambiente. Esta preocupación ya la había anticipado el presidente ruso Vladímir Putin, quien pidió aclaraciones sobre las intenciones de Washington. ¿Qué quiso decir realmente Trump? ¿Existían planes concretos tras sus declaraciones tan contundentes? ¿O se trataba simplemente de otra estrategia de relaciones públicas para captar la atención mundial? Por cierto, cabe precisar que la diplomacia, al igual que la poesía, depende de la precisión del lenguaje. Sin embargo, hay mucho más en juego, porque una frase mal elegida puede acelerar una crisis en lugar de iluminar una salida a ella. Y aquí estamos: una nueva carrera armamentista nuclear podría desencadenarse porque Trump parece no entender lo que realmente significa el término "pruebas nucleares”, y nadie en su propia administración está dispuesto a ofrecer claridad a Rusia, el único otro país capaz de acabar con el mundo en una tarde (Y de haberlo querido, habría desaparecido del mapa a Ucrania hace mucho). El tiempo, como siempre, avanza más rápido que nuestros instintos políticos. El sistema de acuerdos de estabilidad estratégica que marcó el final del siglo XX se ha desvanecido como hojas de otoño en una acera de noviembre. Cada colapso individual parecía manejable, casi técnico. Pero si recordamos 2002, cuando Washington abandonó el Tratado ABM de 1972, la trayectoria se vuelve inconfundible. Desde entonces, un acuerdo tras otro ha muerto o ha sido desmantelado deliberadamente: el Tratado sobre Fuerzas Armadas Convencionales en Europa, el Tratado de Cielos Abiertos, el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio y, más recientemente, el Nuevo START. Ahora, el Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares de 1996 parece que correrá la misma suerte. El único superviviente es el Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares de 1968. Pero incluso los fundamentos del TNP se están debilitando. El artículo VI obliga a las potencias nucleares a entablar, de buena fe, negociaciones para poner fin a la carrera armamentística nuclear. Una vez que finalizan esas negociaciones, y de hecho ya lo han hecho, los Estados no nucleares tienen derecho a concluir que el sistema ya no protege sus intereses. La mayoría dudará en embarcarse en programas nucleares, pero bastaría con un puñado de nuevos participantes para remodelar la seguridad mundial de maneras que nadie puede controlar. El problema más profundo es que muchos líderes políticos, particularmente en Occidente, se niegan a reconocer que algo de esto está sucediendo. El temor a una guerra nuclear que se cernía sobre Europa hace 50 años se ha evaporado. Los políticos se comportan como si se les hubiera garantizado personalmente la inmortalidad o algún tipo de escudo mágico que los protegería de las consecuencias de su propia retórica. Un vistazo a un mapa de Europa debería disipar esa fantasía. Si la espiral de temeridad e irresponsabilidad arrastra al mundo a un conflicto nuclear, los primeros en sufrir serán precisamente aquellos estados que se precipitaron a unirse a la OTAN con la creencia de que la alianza ofrecía “una seguridad perfecta” lo cual no es cierto. Que nadie desee activamente una guerra nuclear no es motivo de consuelo. El peligro radica en la creencia, generalizada entre los responsables políticos occidentales, de que tal guerra es imposible. Bajo esa suposición, el mundo se desliza hacia el abismo, mientras que los periódicos y los estudios de televisión siguen dando cabida a funcionarios que hacen amenazas teatrales sobre borrar varias capitales del mapa. El ministro de Defensa belga ya se ha visto recientemente obligado a dar marcha atrás de forma incómoda tras haber incurrido precisamente en este tipo de bravuconería. Esta es la atmósfera en la que se está derrumbando la estabilidad estratégica: conversaciones informales sobre aniquilación por parte de líderes que parecen no comprender que los tratados existen para evitar que los malentendidos se conviertan en catástrofes. Rusia no se ha alejado de esta arquitectura a la ligera. Está reaccionando a un patrón: una erosión constante de los acuerdos por parte de Washington, seguida de indiferencia o amnesia por parte de sus aliados. Si el mundo vuelve a una carrera armamentística nuclear, no será porque Moscú quisiera revivirla. Será porque la última generación de políticos que entendieron el valor del control de armas se ha desvanecido de la escena, reemplazada por líderes que tratan la estrategia nuclear como un accesorio de programa de entrevistas. Ese es el verdadero fin de una era: no la pérdida de los tratados en sí, sino la pérdida de seriedad.

FRANKENSTEIN: La maldad en toda su magnitud

Hay un tipo particular de optimismo que florece cada vez que se anuncia una nueva adaptación de Frankenstein, de Mary Shelley. La esperanza es siempre la misma: que esta sea finalmente la versión que devuelva la novela a su esencia; que este cineasta, a diferencia de los muchos que le precedieron, se resista al legado cosido de la versión pop de Frankenstein, con sus tornillos, gruñidos y teatralidad gótica envuelta en niebla, y vuelva en cambio al libro filosófico, polifónico y moralmente ambivalente que Shelley realmente escribió. La nueva película de Guillermo del Toro llega precisamente con esa promesa, ya que es el director que mejor ha tratado a los monstruos. Si alguien podía hacer justicia a la criatura de la novela en lugar del monstruo de la cultura, sin duda era él. Y, sin embargo, la extraña ironía de la adaptación de del Toro es que sus desviaciones de la novela no son las vulgares que cabría esperar, ni los rayos eléctricos y los gruñidos pesados, ni la grotesca caricatura cosida, sino algo más suave, más sincero y, en cierto modo, más traicionero. Las libertades que se toma la película no son el resultado del sensacionalismo, sino de la compasión. Es, en cierto sentido, la interpretación errónea más halagadora que ha recibido Frankenstein hasta ahora: una versión bellamente interpretada, magníficamente diseñada y profundamente sentida que, sin embargo, no puede soportar la desolación, el enredo moral irresoluble y la soledad insoportable que se encuentran en el núcleo de la novela de Mary Shelley. La película quiere salvar lo que el libro se niega a salvar. Ese es su triunfo y su fracaso. Cuando Mary Shelley publicó Frankenstein o el moderno Prometeo en 1818, fundó las bases del terror gótico y la ciencia ficción al crear una historia terrorífica que cuestiona los límites de la ciencia y la creación, la responsabilidad sobre lo creado, las ideas de alteridad y otredad y la condición humana puesta en cuestión a partir de temas como la venganza, el desamor y la ambición. Durante más de dos siglos, el mito de Frankenstein se ha contado de innumerables maneras: en el cine, la televisión, las novelas gráficas y la cultura popular. Cada nueva versión toma decisiones sobre qué enfatizar, qué omitir y qué transformar. La adaptación de Guillermo del Toro pretender ser una de las más ambiciosas: una versión grandiosa, visualmente suntuosa que se aleja del original, pero deja un gusto amargo a la hora de pensar cómo un clásico puede tomar nuevos significados sin perder del todo su esencia. En un intento infructuoso de darle una nueva lectura al clásico, el director cambia el argumento en todos los aspectos innecesarios para darle una vuelta de tuerca “original” y falla porque ninguno de los osados giros que propone tienen sentido ni le dan a la puesta una lectura actualizada o significativa. O sí, y nos encontramos frente a una interpretación aspiracional psicoanalítica de Frankenstein. Por ejemplo, para “justificar” las acciones de Víctor Frankenstein -que en la novela se presenta como un joven idealista y curioso cuya ambición se convierte en arrogancia- del Toro le inventa un padre ausente y exigente que se ha casado con la madre por conveniencia, y su matrimonio resulta en una relación de desamor y cierto grado de violencia. Y la actriz que representa a la madre también representa a Elizabeth (Mia Goth). De esta manera, se pierde la sutileza, ya que en la novela los padres de Víctor son un modelo idealizado de afecto, estabilidad y presencia amorosa. Su relación es deliberadamente armoniosa, tierna y moralmente ejemplar, lo que contrasta con el posterior fracaso de Víctor como “padre” de la criatura. Entonces la complejidad de la novela se pierde en la obviedad de que Victor es el burdo resultado de un padre ausente y una madre maltratada. En la novela, Víctor crea vida, pero se aleja inmediatamente de ella; persigue a su creación hasta el Ártico, impulsado por la culpa, el miedo y la venganza. Su culpabilidad moral es fundamental: es su negativa (e incapacidad) de asumir la responsabilidad del ser que ha creado. Su narrativa está plagada de intentos de expiación, terror y arrepentimiento. En la película, Víctor es más abiertamente villano o, al menos, es moralmente cuestionable desde el principio y esa decisión remodela toda la dinámica: en la novela, el horror reside en la brecha entre el idealismo de Víctor y su monstruosa negligencia; en la película, el espectador se enfrenta de forma más inmediata a un creador corrupto. El costo es la reducción de una de las sutiles provocaciones de Shelley: que los monstruos pueden surgir no solo del mal deliberado, sino también de la negligencia, la ambición y la falta de imaginación: la banalidad del mal. Quizás el cambio más radical se refiere a la criatura. En la novela, la criatura habla con elocuencia: lee Plutarco, Werther, El paraíso perdido de Milton, aprende idiomas, desarrolla una conciencia filosófica y se presenta como un ser agraviado que exige justicia. En la novela, la criatura mata deliberadamente a William, el hermano pequeño de Víctor, plenamente consciente del daño que eso le hará a su creador. Incrimina a Justine -la querida empleada de los Frankenstein que muere ejecutada culpada injustamente por la muerte de William- con un cálculo estratégico. Mata a Clerval -el amigo más cercano de Victor- en una fría venganza. Estrangula a Elizabeth en su noche de bodas. No se trata de ambigüedades que puedan debatirse: la criatura lo admite todo en largos y razonados monólogos. En la película, la violencia se difumina, se suaviza o se desvía. Se producen muertes, pero no con el mismo peso filosófico; y hasta aparecen lobos asesinos. La criatura sigue siendo un ser que tiene buenas intenciones, no un ser que puede argumentar, sin ironía, que el asesinato se ha convertido en su única posibilidad. Y así, la historia pierde lo más aterrador de la novela: la sensación de que el dolor, cuando está plenamente educado, puede elegir la brutalidad como ley. Y es su autoeducación y su voz elocuente parte integral de la crítica de Shelley a la creación y la responsabilidad. La criatura de Shelley mata por angustia y venganza y admite su culpa. Del Toro suaviza esos actos y hace que casi todas las muertes sean por accidente, o por error. No hay responsabilidad moral en la criatura. Entonces se pierde el ethos de la novela que es que la creación (la de Víctor en este caso) sin responsabilidad genera una cadena de consecuencias monstruosas, tanto del creador por el abandono, como también por parte de la criatura que conociendo la diferencia entre el bien y el mal elige, movido por la ira y la venganza, el mal. Para colmo de males, la responsabilidad de Víctor es compartida con un personaje dudoso, un tal Hedrich Harlander, un rico comerciante y fabricante de armas, alguien con negocios moralmente cuestionables (que provee a Frankenstein entre otras cosas de cadáveres de la guerra) y que ve el experimento de Víctor una promesa científica para su propia salvación y una oportunidad de negocio. Podríamos pensar que del Toro está haciendo una crítica a los grandes empresarios, aquellos millonarios que dominan el mundo, pero hay que hacer un camino muy largo para ver esa interpretación. En principio es un sponsor que habilita a Víctor al darle acceso a la inversión que necesita para su proyecto y no hay mucho más que justifique su presencia en la versión. Uno de los desaciertos más grandes de esta versión es el personaje de Elizabeth. En el texto de Mary Shelley, Elizabeth Lavenza es una niña que fue acogida en el hogar de los Frankenstein y criada con Víctor como si fueran hermanos. Víctor la llama “mía, mía para protegerla, amarla y apreciarla”. Se la presenta como un regalo, no como un sujeto independiente, un ser de una inocencia estremecedora y por ende es la víctima absoluta: la amada, el ángel doméstico, la víctima de la venganza de la criatura. En la película, Elizabeth aparece como la prometida de William (que no muere asesinado por la criatura en la infancia), lee sobre insectos, habla de la guerra (es la sobrina del inversionista), y tiene que lidiar con el acoso de Víctor. Una de los momentos más ridículos de la puesta es cuando Elizabeth, vestida de novia, rechaza una vez más de una cachetada a Víctor en una escena que se asemeja mucho a la noche del fallido casamiento de Bella en The summer I turned Pretty. Para colmo de males, sin ningún preámbulo, Elizabeth entabla una relación casi amorosa con la criatura, una relación que carece del tiempo argumental en la película para tener el desarrollo que necesita para que sea creíble. De nuevo, uno podría argumentar que la criatura es el alter ego de Víctor y la parte suya que sí atrae a Elizabeth. Habría que hacer otro mapa conceptual para explicar esto que no queda claro en la puesta. Una buena opción hubiera sido si ella, que en la película es tan letrada, le hubiera enseñado a la criatura todo lo que sabe. En cambio, se ven dos veces y no entablan ni una conversación mínima. Se entiende el sentido posible, pero le falta desarrollo. Y ni siquiera le dejan al pobre monstruo ser responsable del asesinato de la desdichada, virgen y enamorada “novia de Frankenstein”. Uno de los aspectos más inquietantes de la novela de Mary Shelley es cómo la venganza se convierte en el modo de justicia de la criatura. Mata a todos los seres cercanos a Víctor para atormentarlo y le exige a su creador que le fabrique una compañera y, cuando se lo niega, se convierte en un destructor. Pero la trama moral es ambigua. ¿Es la criatura puramente malvada o está respondiendo a la injusticia? ¿Es Víctor puramente culpable o es simplemente un mortal imperfecto? Shelley deja estas preguntas sin respuesta: la criatura desaparece, el capitán y testigo Walton huye y Víctor muere de agotamiento. El círculo de la creación, el abandono y la venganza queda sin resolver. Nos quedamos con preguntas incómodas. Del Toro simplifica esa ambigüedad. Su criatura mata a menos personas, o lo hace de forma menos despiadada, y el arco final enfatiza el perdón por encima de la venganza. La criatura es domesticada. En un encuentro final, Víctor le pide perdón a la criatura que le pide que lo llame “Victor”, Frankenstein lo llama “hijo”, se desean la paz, y todo es amor. Esta nueva versión sustituye la desolación por una nota de esperanza: la criatura puede vivir, puede aprender, puede pertenecer y encima parece que es inmortal. La película ofrece un espectáculo en lugar de la tremenda sustancia de la novela. En la novela, el creador y la criatura nunca se reconcilian; en la película, el perdón es el principio organizador. Un siglo de teología y terapia se ha infiltrado en un texto que en su día se movía en el filo de la navaja entre la filosofía ilustrada y el tanatos gótico. El mundo de Mary Shelley es trágico porque nadie aprende la lección correcta a tiempo. El mundo de del Toro es trágico solo el tiempo suficiente para justificar la gracia posterior. La novela termina con fuego y hielo, sin nada redimido. La película termina con un gesto de supervivencia, una recompensa por la resistencia. La diferencia no es superficial. Cambia el imaginario fundamental del mito: Frankenstein ya no es una historia sobre la transgresión y las consecuencias, sino sobre la creación y la recuperación. El monstruo no es una acusación del fracaso de su creador, sino un testimonio de la resistencia de los desvalidos. La película no quiere el mundo de Mary Shelley, le resulta insoportable. Quiere la reconciliación, la catarsis, el triunfo de la empatía sobre el abandono. El final feliz, una historia hermosa. Habría sido fácil, casi perezoso, para del Toro reproducir la escena final del libro, pero no puede permitirse ese final, más bien su guion se lo impide: el desarrollo de su película no permite la pregunta que Shelley deja flotando en la nieve: ¿Qué es de un ser que no puede pertenecer? ¿A dónde va la conciencia cuando incluso su creador la rechaza? Del Toro le da un futuro a la criatura para ahorrarnos la incomodidad de esa pregunta. Además, Mary Shelley no escribió sobre un monstruo que pudiera salvarse a pesar del rechazo, sino sobre un problema que no tenía solución. Esa diferencia, entre un problema sin resolver y un ser reconciliado, es la diferencia entre la novela y la película. Y es, en definitiva, una diferencia sobre la función de la narración ya que el Frankenstein de Shelley no es una alegoría sobre la aceptación, sino un experimento sobre la ética de la creación. Esta versión cinematográfica no es un experimento ético, sino una fábula emocional. Se pregunta cómo podemos reparar las heridas del abandono, no qué significa abandonar en primer lugar. Ofrece empatía en lugar de responsabilidad. El peligro de esa sustitución es sutil, pero real. Al rescatar a la criatura de toda la fuerza de su ira, la película también rescata a Víctor —y, por extensión, a nosotros— de las consecuencias del abandono. La criatura se vuelve digna de lástima en lugar de aterradora, lo que significa que el fracaso del creador se vuelve perdonable en lugar de catastrófico. La novela encierra a ambos en una danza de destrucción mutua en la que bailamos todos. Del Toro ha pretendido hacer una película notable a partir de Frankenstein, pero no una película de Frankenstein. Ha tomado los huesos del mito y les ha dado un corazón que late con un nuevo ritmo, moldeado por la necesidad de empatía de nuestro siglo por encima del temor. Lo que ha perdido es el regalo que la autora nos dio y que nadie quería: la monstruosa verdad de que la empatía no siempre nos salva, y que las heridas que nos infligimos unos a otros no siempre se curan, incluso cuando se comprenden plenamente. Su novela sigue siendo una de las pocas de la literatura dispuesta a mirar a un ser arruinado y decir: puede que no haya solución posible para este ser. La película de del Toro mira al mismo ser y dice: encontraremos una manera, aunque el texto no la proporcione, porque no soportamos la incertidumbre y la frustración.
Creative Commons License
Esta obra está bajo una Licencia de Creative Commons.