Dieciséis años después de que Estados Unidos encabezara una coalición internacional que invadió Afganistán para aparentemente ‘destruir’ a Al Qaeda (una creación suya, al igual que ISIS) y expulsar a los talibanes, no se ha logrado ninguno de los dos objetivos. De hecho, la situación es más bien todo lo contrario. Mientras Al Qaeda se ha trasladado a la frontera paquistaní, los talibanes dominan aproximadamente el 80% del sur de Afganistán y el 43% del país en su conjunto. Todo ello significa que el Gobierno colaboracionista de Kabul en el papel tiene el control sobre el 57% del territorio, cuando en realidad su ‘dominio’ se reduce a la capital, mientras el resto es tierra de nadie. Es inevitable por ello que en los próximos meses, la caótica situación degenere aún más. En opinión de varios observadores afganos, la guerra emprendida por los EE.UU. esta prácticamente perdida. Da la impresión de que Aldous Hux¬ley tenía razón al decir que lo único que se puede aprender de la historia es que nadie asimila sus lecciones. Más de un millar de soldados afganos han muerto en el frente en los tres primeros meses del año, un número insostenible. En abril, un ataque talibán a una base del Ejército afgano mató a 200 militares. Cerca de 400 policías y soldados mueren cada mes y algunos regimientos han perdido el 50% de sus fuerzas; las tasas de deserción alcanzan un nivel similar en Helmand, provincia del sur del país, gran productora de opio, donde la insurgencia talibán se retroalimenta con el narcotráfico. Si las tropas afganas están exhaustas, sus ‘socios’ estadounidenses dan cada vez más la sensación de haber perdido todo interés en las sangrientas complejidades de una guerra en la que llevan involucrados tanto tiempo y con tan pocos resultados visibles. “En Washington, ya nadie quiere hablar de Afganistán”, dice Mark Maz¬zetti, corresponsal de The New York Times en la Casa Blanca y ganador del Premio Pulitzer. “En la capital y en todo Estados Unidos hay mucho hartazgo de la guerra más larga en la que hemos participado. Ya no está entre las prioridades de nadie. La CIA cree que Afganistán está devorando demasiados recursos. Incluso en el Pentágono, que solía mostrar más interés que los demás, están quedándose ya sin fuerzas”. Tanto Donald Trump como su antecesor, han hecho todo lo posible para mantener al gobierno títere de Ashraf Ghani en el poder, al tiempo que le han animado a colaborar más estrechamente con su rival Abdullah Abdullah, con quien firmó un pacto de Gobierno. Pero esa maniobra ha fracasado. Ante la oleada reciente de atentados y manifestaciones, Trump anunció en un discurso el lunes una ‘nueva’ estrategia militar que en suma es mas lo mismo - el cual incluye buscar un ‘acuerdo’ con los talibanes, pero a su vez niega que vaya a retirar a sus tropas del país y por el contrario va a incrementarlas, aunque no dijo su número “ya que los enemigos de Estados Unidos nunca deben conocer nuestros planes" se sabe que será aproximadamente de 4,000 efectivos, según informó Fox News - los analistas insisten que no dará ningún resultado ya que se tratará de una misión claramente definida, dejando a Washington y sus aliados atrapados en medio de un conflicto cada vez más agudizado. La presidencia nominal de Ghani está al borde del colapso. Miles de afganos de clase media han huido a Europa y los países del Golfo, y la corrupción ha contribuido a agravar la crisis económica. El Gobierno colaboracionista de Kabul sigue dependiendo casi exclusivamente de la ayuda económica de Occidente. Sin ese dinero no puede organizar unas parodias de elecciones - donde son los únicos quienes pueden participar - no puede pagar al Ejército, ni los sueldos de los funcionarios, las instalaciones médicas y educativas ni las telecomunicaciones. Si se interrumpe o se reduce drásticamente la llegada de dinero, es probable que el Gobierno no pueda ni defenderse, igual que sucedió con el régimen comunista de Amin Najibulá, que cayó derrotado por los muyahidines en 1989, cuando Gorbachov cortó el suministro de armas y dinero para hacer frente a esos mercenarios creados por la CIA con el objetivo de derrocar a su gobierno proruso y substituirlo por otro afines a sus intereses. Pero lo que vino a continuación fue el caos, en la que se encuentra hasta hoy. Esta es una preocupación real, y no solo a largo plazo. “Es posible que los cambios que se han producido en Afganistán desde el 2001 sean irreversibles”, dice Barnett Rubin, que fue asesor del enviado especial de Obama para Afganistán y Pakistán. “Pero también son insostenibles”. Existen muchos otros motivos de inquietud: la economía tambaleante, el hecho de que dependa cada vez más de las ayudas externas y las drogas, y el increíble grado de corrupción que hay en el Gobierno. Además, la población afgana es la más pobre y analfabeta de Asia. Pero por encima de todo están las viejas divisiones entre pastunes y tayikos, que constituyen la principal brecha étnica del Afganistán moderno, nacido a finales de la década de 1840, en la época de Dost Mohammad Khan. Las desavenencias entre unos y otros han alcanzado un nivel inmanejable, según advierten diversos observadores. Afganistán, como Líbano, nunca ha sido un Estado construido con arreglo a una lógica étnica o geográfica, sino en función de la política imperialista del siglo XIX. A pesar de ser un país tan antiguo, no ha disfrutado de una verdadera unidad política más que durante unas cuantas horas. La mayor parte del tiempo ha sido un lugar intermedio, una franja fracturada y disputada, dominada por montañas y desiertos, y situada entre unos países vecinos más organizados. Durante gran parte de su historia, sus provincias han sido el terreno de batallas entre imperios rivales. Muy pocas veces ha habido en Afganistán una unidad suficiente como para construir un Estado coherente y autónomo. Y, como señalan los observadores más pesimistas, no hace falta mucho para que el país vuelva a desgarrarse y se agudicen las viejas fisuras tribales, étnicas y lingüísticas en la sociedad afgana: la vieja rivalidad entre los tayikos, los uzbekos, los hazaras y los pastunes durrani y khilji, el cisma entre suníes y chiíes, el sectarismo endémico dentro de clanes y tribus, y las sangrientas disputas que se transmiten de generación en generación. No hace tanto tiempo que Afganistán vivió un breve periodo de fragmentación en un mosaico de feudos controlados por caudillos: en 1993 y 1994, entre la caída del régimen muyahidín y el ascenso de los talibanes. Ahora se vuelve se hablar de que en los próximos meses podría volver a ocurrir lo mismo, ya que el régimen colaboracionista de Kabul vive horas de franca agonía. Al respecto, William Dalrymple, escritor e historiador escocés, especializado en Oriente Próximo, Asia Central e India, nos cuenta sus experiencias vividas en aquel remoto país: “Tengo que confesar que tengo un interés especial por Afganistán. He pasado los últimos cinco años investigando y escribiendo ‘Return of a King: The Battle for Afghanistan, 1839-42’ un libro que cuenta la historia de la primera guerra anglo-afgana, probablemente la mayor humillación militar sufrida por Occidente en Asia y ejemplo de las dificultades que hay en ese país. Fue una guerra librada de acuerdo con unas informaciones manipuladas sobre una amenaza que, en realidad, no existía. Un grupo de halcones ambiciosos y fanáticos exageraron y manipularon la noticia de que ‘un representante ruso había sido enviado a Kabul para crear el pánico sobre una supuesta invasión rusa’ (?). El embajador británico en Teherán, John MacNeill, rusófobo declarado, escribió: “Deberíamos proclamar que quien no esté con nosotros está contra nosotros… Debemos apoderarnos de Afganistán”. Así comenzó una guerra desastrosa para los británicos, cara y que, claramente, se podría haber evitado. El Ejército de la que entonces era la potencia militar más poderosa del mundo había sido totalmente derrotado por unos guerrilleros mal equipados pertenecientes a diversas tribus. Hay otros paralelismos curiosos. El que fuera presidente nominal hasta septiembre del 2014, Hamid Karzai, recuerda a su predecesor de entonces, Shuja Shah ul-Mulk, el rey instalado por los británicos en 1839, que es un personaje central de mi libro. Las similitudes entre Karzai y Shuja Shah son llamativas: Shah era polpazai, la misma subtribu de la que es hoy jefe Karzai, y sus principales adversarios pertenecían a la tribu khilji, que hoy son la mayoría de los soldados de a pie de los talibanes. Doscientos años después, siguen vigentes las mismas rivalidades y las mismas batallas en los mismos lugares, disfrazadas con nuevas banderas, nuevas ideologías y nuevos personajes que mueven los hilos. Las mismas ciudades acogen guarniciones de tropas extranjeras, que hablan los mismos idiomas de entonces y sufren ataques desde las mismas colinas y los mismos pasos de montaña. Los propios talibanes suelen subrayar estos paralelismos: “Todo el mundo sabe cómo llevaron al traidor Karzai a Kabul y cómo le animaron a sentarse en el trono indefenso de Shuja Shah”, dijeron en un reciente comunicado de prensa. Pero 1842 no fue la última ocasión en la que los afganos expulsaron a sus invasores, por supuesto. En los años ochenta, fue la retirada de los rusos y el fracaso de su ocupación uno de los momentos que desencadenaron el principio del fin de la Unión Soviética. Pocos años después, en 2001, las tropas estadounidenses encabezaron la coalición internacional que invadió de nuevo el país. Al final, como siempre, a pesar de los miles de millones de dólares invertidos, el entrenamiento de todo un ejército autóctono y la superioridad armamentística de los ocupantes, la resistencia triunfó una vez más y obligó a la mayoría de los odiados infieles a marcharse. Afganistán ha sufrido demasiado en los últimos 40 años: el golpe de Estado de 1973, la revolución de Saur de 1978, la invasión soviética de 1979, los 1,5 millones de muertos y 6 millones de refugiados durante los 10 años de resistencia subsiguientes, la caída del gobierno de los muyahidines y la guerra civil de 1993-1994, los siete largos años de medievalismo talibán e intrusión de Al Qaeda, las 100.000 víctimas de los últimos 16 años de combates entre la OTAN y los talibanes, que ansían volver al poder, del que fueron expulsados por los estadounidenses en el 2001. En esta última guerra que ya dura 16 años, Estados Unidos ha gastado ya más de 700.000 millones de dólares, una cantidad suficiente para construir a cada afgano un apartamento de lujo y unas instalaciones sanitarias y educativas de primera categoría, y además añadir un todoterreno de gama alta para cada uno como regalo. Por el contrario, Afganistán sigue siendo el país más pobre de Asia, el tercer país más corrupto del mundo, el más analfabeto y el que tiene las peores infraestructuras médicas y educativas, si exceptuamos de unas cuantas zonas de guerra en el África subsahariana. Incluso en el mejor de los casos, el país tardará varias décadas en aproximarse al nivel de vida de Pakistán y Bangladésh. Nada de ello parece importarle a Washington, que se resiste a abandonar el país a pesar de sus continuos fracasos, debido sobretodo a su posición estratégica en el Asia Central, desde el cual podrá ‘vigilar’ tanto a China como a Irán, así como a su ‘aliado’ Pakistán, quien se encuentra obsesionado en iniciar una guerra contra su odiada enemiga la India, por el control de Cachemira, pero que a su vez, se encuentra amenazado por la creciente actividad de grupos terroristas como Lashkar-e-Taiba, quienes se encuentran especialmente en las zonas en Punjab cerca de algunas de las instalaciones nucleares pakistaníes, esperando apoderarse de sus arsenales. El lugar es un polvorín a punto de estallar y la presencia de los estadounidenses en Afganistán contribuirá a que ello suceda” puntualiza la nota. Más que soldados, lo que necesita este desgarrado país hoy es un enorme esfuerzo diplomático para reanudar las negociaciones entre las partes en conflicto para alcanzar la paz. Sin embargo, el reciente anuncio de Donald Trump de incrementar sus tropas en el país, ha sido rechazado por los talibanes, quienes han respondido advirtiendo que dicha iniciativa resultará letal para los soldados norteamericanos, “ya que la continuidad de esta estrategia hará que Afganistán se convierta en un cementerio para los estadounidenses”. Ello indica que la larga tragedia de Afganistán no terminará y que la pesadilla va a prolongarse quien sabe por cuanto tiempo más :(