El reciente atentado terrorista sucedido en el centro de Constantinopla y que ha sido atribuido a los kurdos - el cual dejo como resultado varios muertos y decenas de heridos - coloca nuevamente a Turquía en el centro del escenario, cuyo dictador Recep Tayyip Erdoğan no ha dudado en acusar a los EE. UU. y los servicios secretos israelíes de estar detrás del hecho, a modo de ‘advertencia’ por su cercanía a Rusia en su conflicto con Ucrania, a pesar de tratarse de un socio de la OTAN. Pero esta situación no debe distraernos del fondo del asunto, donde el sátrapa en su paranoia ejerce una feroz represión contra todo tipo de oposición, con mayor razón desde el fracasado golpe de Estado impulsado por Washington en el 2016 que quiso sacarlo del poder y colocar a un elemento colaboracionista en su lugar, fracasando en su intento. Desde entonces no confía ni en su sombra y ha cometido sangrientas represalias tanto contra su propio entorno, sino también contra la población kurda, quienes desde hace décadas luchan por su independencia en la Anatolia, siendo víctimas desde entonces de genocidios y matanzas indiscriminadas por parte del ocupante turco, “silenciadas” obviamente por la prensa occidental al tratarse de un integrante de la alianza atlántica. El peculiar hecho de que sea considerado un “aliado” estratégico de la OTAN a pesar de tener las manos manchadas de sangre, ha sido utilizado por el tirano para pretender eternizarse en el poder, creyendo en su insania ser la reencarnación de Solimán el Magnífico, “llamado a restaurar los límites del Imperio Otomano desde el Danubio hasta el norte de África, perdidos tras la I Guerra Mundial” Venga ya, ¿se puede ser más loco? Tratándose de Erdoğan no hay duda alguna de ello. A nadie debe sorprender que por ese motivo, haya convertido a su partido en una maquinaria de guerra personal, al tiempo que afianzó el erdoganismo como un régimen que combina autoritarismo electoral, populismo e islamismo, con el nacionalismo turco como principal argamasa. Los resentimientos contra Occidente son parte de las razones de su fortaleza. Como recordareis, a comienzos de la década de 2010, durante los primeros meses de los levantamientos organizados por la CIA contra los dictadores en los países árabes del Magreb y Oriente Medio - denominada eufemísticamente La Primavera Árabe - la diplomacia de los países occidentales y gran parte de la prensa señalaban hipócritamente a Turquía, gobernada desde el 2002 por el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP, por sus siglas en turco), como ejemplo de un “islam moderado y democrático” en el que los países musulmanes deberían inspirarse. Es más, los editores de la revista Time había seleccionado a Erdoğan, el líder del AKP, entre los candidatos a Personaje del Año 2011. Justificaban su elección en estos términos: “Reelecto para un tercer mandato sin precedentes, [Erdoğan] ha convertido a Turquía en el segundo país con el más rápido crecimiento luego de China; fomenta la democracia laica en Egipto y Túnez” y representa “un modelo para los islamistas en ascenso” en esas posdictaduras. Para el semanario Time, Erdoğan, “es un aliado clave de Estados Unidos con un compromiso fuerte con la OTAN”, jugaría un papel cada vez más preponderante en la región en los años venideros, en el contexto de “la rebelión árabe, la retirada estadounidense de Iraq y la creciente tensión internacional en relación con Irán”. Palabras que el tiempo se llevo… Pasado diez años, Erdoğan era mencionado por los mismos medios, junto con Vladímir Putin y Xi Jinping, como el tercer jinete del apocalipsis autocrático o un nuevo sultán. Sumando a esta lista al norcoreano Kim Jong-un, los observadores europeos llamaban la atención sobre estos “nuevos amos del mundo” que solo creían en las relaciones de fuerza. Confirmando parte de lo previsto por Time sobre el lugar cada vez más importante que jugaría en la escena de Oriente Medio, no mediante la utilización de su soft power sino ejerciendo esta vez la fuerza más brutal y una diplomacia de chantaje, Erdoğan fue entonces señalado con el dedo como el ejemplo mismo de esos hombres fuertes que forman parte del “club de los rudos”. Este cambio interesado en la apreciación de la personalidad de Erdoğan en menos de diez años parece excesivo. ¿Acaso no se encontraba ya en una pendiente autoritaria en el 2011? Pero además, mencionar hoy a Erdoğan, el hombre fuerte de Turquía, junto a Putin, Xi y Jong-un, ¿no es sobreestimar su poder, así como el estatuto internacional de su país? ¿No debería considerarse más bien a la Turquía de Erdoğan como una potencia mediana, cuya agresividad y audacia son posibles por la crisis de liderazgo internacional en la región, un país gobernado de manera brutal por un autócrata sediento de sangre, económicamente inestable y socialmente muy frágil? La Turquía de hoy se ubica en un nivel intermedio en la escala de las antidemocracias: el de los nuevos autoritarismos. En una obra colectiva dirigida por Michel Duclos, se retrata a 18 de los nuevos dirigentes autoritarios actuales agrupándolos en tres categorías: “los nacional-populistas, los neoautoritarios y los autoritarios asumidos”. Bajo la categoría de los autoritarios asumidos se encuentran dictadores como Bashar al Asad, Kim Jong-un, Abdelfatá al Sisi, Mohamed bin Salman y Mohamed bin Zayed y, obviamente, Xi Jinping. Putin constituye el caso límite de esta categoría. En el grupo de los nacionalpopulistas figura, entre otros, el indio Narendra Modi. Es el grupo intermedio de los neoautoritarios el que constituye “el principal objetivo” del libro. Paul Kagame, el ayatollah Alí Jamenei y Nicolás Maduro se codean allí con Viktor Orbán y Erdoğan. La lista es muy heteróclita y discutible. El argumento esgrimido en el libro para sostener esta elección es su llegada al poder mediante las urnas, incluso en el caso de Jamenei, elegido por sus pares, y su ejercicio no democrático del poder. En el seno de este grupo, deben distinguirse sin embargo los cuatro primeros líderes, que ejercen su poder en el marco de un régimen político autoritario estable en sus países, de los casos de Orbán y Erdoğan, quienes representarían más específicamente el nuevo autoritarismo. Su autoritarismo es producto de una evolución en el tiempo calificada a menudo de “deriva autoritaria”. Los autoritarios como Orbán o Erdoğan son dirigentes políticos que llegan al poder de una manera que se ajusta a las reglas electorales democráticas vigentes en sus países, celebran elecciones - digitadas en el caso del sátrapa turco - donde se hacen reelegir sucesivamente, pero que ejercen el poder en condiciones nada democráticas. Esta deriva autoritaria, con características que dependen de la particularidad del país, la capacidad de resistencia de sus instituciones democráticas y su modalidad de inserción internacional, oscila entre el autoritarismo y la autocracia. In fine, es la eliminación de las elecciones pluralistas y la desaparición de toda posibilidad de alternancia lo que constituye el Rubicón que debe cruzarse para entrar en la categoría de dictadura abierta. Desde luego, durante la campaña electoral, las elecciones se desarrollan en condiciones muy desiguales en beneficio de los partidos en el poder; los recursos judiciales se ven bloqueados por la sumisión del sistema jurídico al gobierno, pero los resultados anunciados representan grosso modo la decisión de los electores. Desde este punto de vista, las derrotas electorales sufridas en el 2019 por los partidos en el poder en las grandes ciudades de Turquía y en la capital húngara siguen siendo un indicador importante para distinguir a Erdoğan y Orbán de Putin y, a fortiori, de Xi. En el caso del turco, como no podría ser de otra manera, al poco tiempo “neutralizo” esos triunfos opositores y se hizo con todo el poder. Este nuevo autoritarismo se manifiesta con la implementación en forma intermitente de un régimen hipercentralizado en manos de una sola persona. Aprovechando momentos de turbulencias, como el intento de golpe de Estado de julio de 2016 organizado por los EE.UU. en componenda con elementos traidores de la calaña del agente de la CIA Fethullah Gülen - que fue rápidamente neutralizado - Erdoğan lleva adelante una centralización exacerbada del sistema político acompañada por una desinstitucionalización, así como por una desconstitucionalización. Hábil estratega, supo aprovechar la ocasión del golpe fallido para transformarlo en un contragolpe de Estado. Y para compensar la defección relativa de su electorado en las grandes ciudades, especialmente a causa de la degradación de la situación económica y de cierto cansancio debido a la tensión permanente alimentada por el poder, estableció una alianza con una agrupación de extrema derecha, el Partido de Acción Nacionalista (MHP, por sus siglas en turco) luego del intento de golpe. La creación de esta “alianza del pueblo”, con rasgos abiertamente islamo-nacionalistas, aceleró y extendió la represión política en curso tras el masivo movimiento de protesta que se había propagado, en junio del 2013, desde el Parque Gezi y la Plaza Taksim, en Constantinopla, a toda Turquía. El país figura actualmente en los últimos lugares en las clasificaciones mundiales sobre democracia, libertad de prensa y, en general, respeto de los derechos humanos. La deriva autoritaria del AKP se extendió de manera progresiva en un largo periodo y se vio facilitada por el sistema político heredado, un sistema híbrido que combina instituciones democráticas con reglas y prácticas autoritarias modeladas, entre otras cosas, por golpes de Estado militares. El título del dossier sobre Turquía de la revista Confluences Méditerranée recuerda con justa razón esta permanencia. Turquía vive “el retorno del autoritarismo”. La transformación del régimen, puesta en marcha con la elección por sufragio universal del 2014, la primera en la historia de la República de Turquía, constituye el hilo conductor de los artículos que componen ese dossier. Pero ¿se trata acaso de un simple retorno al autoritarismo de antaño o de la instauración de un régimen autoritario de nuevo tipo? En otra obra colectiva, las etapas sucesivas, desde los acontecimientos del Parque Gezi hasta el referéndum constitucional del 2017, se analizan a la luz de la transformación del sistema político y las dinámicas sociales con el fin de mantener el dominio electoral del AKP a través de un cambio de régimen político. Tras haber dirigido el país como primer ministro durante 11 años, con una cómoda mayoría parlamentaria, Erdoğan fue elegido presidente en primera vuelta en el verano del 2014. Luego de su elección, declaró que, como consecuencia de ello, “en los hechos, el régimen se volvió presidencial”. A los tres años, gracias a las reformas constitucionales, se instaló un régimen dictatorial “legitimado” por el fraudulento referéndum de 2017. Administrando el país en tensión permanente, Erdoğan convirtió su partido en una máquina de guerra personal y alejó a quienes se mostraban reticentes a esta deriva autocrática. Jean-François Pérouse describe justamente esta transformación del AKP en un partido de Estado al servicio de su jefe absoluto, y Cemil Yildizcan analiza sus consecuencias en el funcionamiento de las administraciones departamentales. Desde la declaración del estado de emergencia en el 2016, se llevó a cabo una recentralización para acelerar la toma de decisiones y gobernar el país con mano de hierro, el viejo sueño de Erdoğan, lo que no obstante genera una pérdida sustancial de eficacia en las políticas públicas debido a la desresponsabilización en todos los niveles y las designaciones basadas únicamente en el criterio de lealtad al jefe de Estado. Este autoritarismo va de la mano de la “desconstitucionalización” del régimen. Ya no se respeta la jerarquía de las normas jurídicas definida por la Constitución; Esta, así como los procedimientos jurídicos, son instrumentalizados. Sigue luego la “deslegalización” del régimen, según las palabras de Ibrahim Kaboğlu. Este nuevo régimen político-jurídico es llamado oficialmente “sistema de gobierno de la Presidencia de la República”, un eufemismo para designar un régimen hecho a medida para otorgar plenos poderes a Erdoğan como un déspota oriental. Este nuevo régimen puede denominarse erdoganismo y una de sus principales características es el imperio de la arbitrariedad y la imprevisibilidad tanto en el terreno económico como en el político. Se trata de un régimen que modifica, a través de decretos presidenciales, las reglas de juego, las leyes, los reglamentos, según las necesidades del poder. Su carácter arbitrario se manifiesta también en la justicia. La destitución masiva de funcionarios por simple decisión administrativa, sin motivo oficial ni posibilidad de apelación, el encarcelamiento de parlamentarios elegidos por el voto, abogados, periodistas, académicos, sindicalistas o simples ciudadanos que osaron expresar con vehemencia una opinión negativa contra el jefe de Estado y su entorno, son las manifestaciones más visibles del abuso de la represión por parte de la justicia y, de manera más general, de la desaparición de la seguridad jurídica. La designación por parte del régimen de prefectos o subprefectos en lugar de los alcaldes elegidos por los votantes, desplazados por el Ministerio del Interior, es otro aspecto de esta arbitrariedad del poder que equivalió a anular las elecciones perdidas por el AKP. Iniciada en el verano del 2016, tras la proclamación del estado de emergencia, esta política se volvió una práctica corriente y permanente para retomar el control de las municipalidades dirigidas por representantes de la oposición, quienes se vieron privados de sus mandatos bajo el pretexto de la lucha contra el terrorismo, y a menudo son encarcelados, siendo sometidos a brutales torturas para que confiesen que “conspiran” contra el régimen, para que a continuación sean condenados a cadena perpetua. Esta represión “jurídica” se sustenta en una red de jueces y fiscales designados a toda prisa desde el 2016 para llenar el vacío creado por la destitución de un tercio del cuerpo judicial. Pero ¿cómo funciona concretamente el erdoganismo? Ihsan Yilmaz y Galib Bashirov analizaron el funcionamiento de este nuevo régimen político turco bajo cuatro dimensiones: el autoritarismo electoral como sistema electoral, el neopatrimonialismo como sistema económico, el populismo como estrategia política y el islamismo como ideología. El nacionalismo sirve de argamasa para unir estos cuatro sistemas entre sí y controlar a una parte importante de la oposición a AKP, en especial respecto del tratamiento estrictamente securitario de la cuestión kurda y, en general, en el manejo de una política exterior agresiva y estridente. El erdoganismo, al mezclar el islamismo con el nacionalismo, hunde sus raíces en las corrientes de pensamiento antioccidentales que se oponen a las reformas kemalistas desde su implementación en la década de 1920. El movimiento del islam político, llamado Visión Nacional, la familia política de origen de Erdoğan y de la mayoría de los dirigentes fundadores del AKP, estuvo en la primera línea a partir de los años 1970 en la guerra cultural librada en Turquía desde hace más de un siglo entre modernistas laicos y conservadores religiosos, dos autoritarismos de universos opuestos. Al declarar, en el 2001, que abandonaba “el ropaje de Visión Nacional” durante la creación del AKP, Erdoğan anunciaba un aggiornamento sustancial en el seno del campo conservador religioso turco. Pero pasado diez años, saliendo por tercera vez victorioso de las elecciones generales con la mitad de los votos, y tras haber inmovilizado a los militares y los jueces kemalistas mediante procesos teledirigidos por su aliado de entonces, la cofradía Gülen, comenzó a poner en marcha el proyecto de reislamización de la sociedad. Tras haber permanecido entreabierta durante algunos años la puerta de adhesión a la Unión Europea, su cierre oficioso, a partir del 2007, le permitía al mismo tiempo ser el portavoz del resentimiento contra Occidente, sentimiento ampliamente compartido por la mayoría de la sociedad turca. Sin salir oficialmente de la laicidad constitucional a la turca, el erdoganismo ¿se inscribe en un movimiento tendencial de regreso a las “raíces musulmanas de Turquía”, tal como lo sugiere Thierry Zarcone? Ese parece ser el caso, más aún cuando la laicidad a la turca no es y nunca ha sido idéntica a la laicidad a la francesa; se asemeja más al galicanismo de antaño. En todo caso, el erdoganismo busca actualmente un contrapeso político a la erosión de sus apoyos electorales mediante una exaltación nacionalista reforzada por símbolos religiosos. La decisión de restablecer el estatuto de mezquita de las iglesias de Santa Sofía y San Salvador de Cora, transformadas en museos en 1934 y 1945 respectivamente, fue tomada en ese contexto. Los sectores islamistas reclamaban su recuperación desde hacía décadas para simbolizar la segunda conquista de la ciudad y su salida definitiva de las manos de las “elites modernistas impías”. Pero este reclamo se topaba regularmente con el firme rechazo de Erdoğan. Su brutal cambio de posición en el 2020 se explica por la voluntad de compensar simbólicamente la derrota electoral de su partido un año antes en Constantinopla y consolidar su base electoral islamista-nacionalista con vistas a las “elecciones presidenciales” del 2023, comicios con candidato único, donde el sátrapa “se reelegirá” una vez más. En general, Erdoğan se esfuerza también por compensar el déficit de hegemonía cultural que sufre el campo conservador a pesar de los años transcurridos en el poder. Lo logra gracias a una política de reislamización del espacio público, la autorización de llevar el velo para todas las funcionarias sin excepción, la introducción de varios cursos, teóricamente opcionales, sobre el islam en los programas escolares, la eliminación del evolucionismo en la enseñanza, el desarrollo de las escuelas de imanes y predicadores y las facultades de Teología, y la promoción de sus diplomas en la función pública. Un ejemplo entre tantos otros: 18 teólogos o islamólogos dirigen en la actualidad universidades públicas. La ampliación del campo de intervención de la Dirección de Asuntos Religiosos es la pieza fundamental de esta política de dominación cultural. El propio Erdoğan, un hombre muy bien formado en la escuela de imanes y predicadores, no duda hoy en comportarse como un gran imán, llegando incluso a realizar prédicas políticas en la mezquita durante las plegarias de los viernes o a recitar públicamente la sura de la conquista, Al Fath, durante la ceremonia organizada para el regreso de la Basílica de Santa Sofía al estatuto de “mezquita”. Entre los partidarios del AKP, la admiración del genocida como defensor de “las reivindicaciones religiosas”, es reforzada por su imagen de “tipo valiente” un poco colérico e impulsivo, pero que se enfrenta a los poderosos de este mundo. La confianza generada por esta admiración y la identificación que la acompaña, permiten mantener la adhesión en torno del AKP a pesar de los múltiples sobresaltos de la política de Erdoğan, y evitar la fragmentación de su heterogénea base militante. Pero un populismo autoritario, con una represión cada vez más masiva, la criminalización de la oposición, el amordazamiento de los medios de comunicación, la reislamización del espacio público y la exaltación nacionalista combinada con la nostalgia imperial no bastan para perdurar en el poder cuando la sanción final a través de las urnas sigue siendo ineludible con resultados no del todo controlables, a pesar de las condiciones muy desiguales de la competencia electoral. Una redistribución de los recursos basada en principios clientelares, tanto en relación con el mundo empresarial como con el de las clases populares, permite reducir considerablemente el umbral de exigencia democrática de una amplia porción del electorado. Esta estrategia clientelar estuvo muy presente desde el comienzo en la práctica gubernamental del AKP. La Ley de Contratación Pública, promulgada en el 2002 en el marco de la reforma estructural acordada con el Fondo Monetario Internacional (FMI), fue inmediatamente reformada por el gobierno de Erdoğan, en el 2003, para introducirle numerosas excepciones. Estos cambios continúan hasta hoy para dejarle las manos libres al partido de Estado en su gestión muy clientelar de los contratos públicos. Tal como se observa, el capitalismo crony o de amigos es una dimensión casi universal de los populismos autoritarios, así como la corrupción al más alto nivel que lo acompaña. El erdoganismo es también un tipo de populismo. Divide a la sociedad entre “nosotros, el pueblo”, moralmente puro y unificado, y “ellos, las elites corruptas y despreciativas”, un grupo “ajeno a su propia cultura y a la nación”. Erdoğan se posiciona siempre como la encarnación de la voluntad nacional y como la única persona en condiciones de discernir el bien común. El cuestionamiento a la veracidad o a la pertinencia de sus dichos basta para desatar la furia del jefe y movilizar a los fiscales contra los “enemigos de la nación”. Los autoritarismos electivos, como el de Turquía, mantienen inevitablemente una fuerte dimensión populista mientras que no dejan de modificarse: así, el discurso dicotómico populista del AKP y de Erdoğan perdura en el poder, pero experimenta cierto deslizamiento. Mientras sigue capitalizando el clivaje laico/religioso, tal como lo precisa Élise Massicard, el AKP, en el poder desde hace mucho tiempo, insiste menos en su dimensión antiestablishment: se identifica más con su jefe, así como con el partido que encarna sin fisuras la voluntad popular. Al mismo tiempo, Erdoğan sigue haciendo uso y abuso de una retórica populista multidimensional, recordando con frecuencia su origen popular, reivindicando una cultura “indígena” para oponerse a las elites burocráticas e intelectuales “cosmopolitas”: asume también una postura de víctima recordando su encarcelamiento (cuatro meses y medio) con prohibición de participar en la vida política en 1998, tras una lectura política de algunos versos de un poema religioso con lejanas connotaciones yihadistas cuando era alcalde de Constantinopla. Este discurso de victimización engloba también a todo el pueblo del AKP al que Erdoğan no dudaba en calificar hace ya algunos años de “turcos negros”, aquellos que luchan contra la ocupación de los mejores lugares por parte de los “turcos blancos”, los “agentes del Occidente colonialista, portador de la mentalidad de los cruzados”. Erdoğan alimenta una animosidad religiosa civilizatoria y nacionalista, difundida ampliamente por los medios de comunicación públicos o cercanos al poder. Llama a sacrificios masivos para defender el islam y Turquía contra “los infieles”, tanto en el país como en el extranjero, y glorifica a los mártires por sus “causas santas”. El apoyo militante al erdoganismo se basa en una triple lealtad: la lealtad hacia el islam sunita, el líder (Reis) y el partido. En resumen, el erdoganismo se sustenta en un nacionalismo musulmán como identidad mayoritaria y dominante de la sociedad turca contemporánea. El eslogan que Erdoğan repite en cada ocasión (“una sola nación, una sola bandera, una sola patria y un solo Estado”) con los cuatro dedos de la mano derecha extendidos como el signo de adhesión a los Hermanos Musulmanes en la Plaza Tahrir (en Egipto) expresa la doxa islamo-turca. En el desempeño electoral del AKP, los resultados económicos de los años 2000 jugaron también un papel destacado y mostraron las debilidades del régimen: la economía turca vive una clara recesión desde el 2014. El PIB por habitante, expresado en dólares, cayó estos últimos años un 30%. La economía turca sufre un duro golpe cuyo origen está ligado en gran medida a las turbulencias generadas por el régimen autocrático. Las crecientes tensiones entre Turquía y sus aliados tradicionales (la OTAN, la UE, EE.UU.) por su alineamiento con Rusia por el asunto de Ucrania, y el debilitamiento de la seguridad jurídica dieron el golpe de gracia a la confianza de los actores económicos en el futuro radiante de la economía turca del que se jactaba Erdoğan. En consecuencia, no solo se redujo la llegada de capitales extranjeros, sino que se aceleró el movimiento en el sentido inverso. Ello debido a que el crecimiento de la economía turca depende estructuralmente de los capitales internacionales. Frente al estancamiento de la economía, el aislamiento de Turquía en la escena internacional, su alejamiento del campo occidental y el aumento del descontento en el seno del electorado, el erdoganismo controla fuertemente todos los aparatos de Estado, así como la enorme mayoría de los medios de comunicación; de esta manera, logra imponer su propio relato. Aún es demasiado pronto para evaluar la estabilidad a mediano plazo de este régimen político, sobre todo para hacer un pronóstico sobre la durabilidad de este modo de dominación autocrático más allá de la supervivencia política de su fundador. Por el momento, el erdoganismo se ha esforzado más en deconstruir que en instituir, y da la sensación de llevar a cabo una política de fuga hacia adelante con una política económica caótica, una creciente represión y una política exterior agitada por resabios expansionistas. La Turquía de Erdoğan da hoy la sensación de navegar sin brújula, a merced de las relaciones de fuerza, sin un verdadero puerto de amarre en el horizonte. Con un capitalismo crony debilitado, una arrogancia con rasgos neoimperiales, una relación muy turbulenta con sus aliados occidentales, una militarización del Estado securitario, así como una degradación brutal de la mayoría de los indicadores económicos, el erdoganismo teme cada vez más el futuro y se endurece. La sociedad civil ¿podrá poner fin a este régimen autoritario? La oposición a Erdoğan debería lograr superar sus enemistades étnicas y culturales, liberarse de sus demonios históricos y agruparse en una amplia alianza hasta las próximas elecciones del 2023, claro, si es que la dejan participar. Por el momento, esta perspectiva parece muy difícil de concretarse, ya que utilizando todos los recursos posibles para mantenerse en el poder, el erdoganismo sumergirá a Turquía en una aventura catastrófica hasta instaurar de modo definitivo una dictadura desprovista de toda forma de contrapeso a cualquier precio (Por cierto, la reciente - y conveniente - caída de dos misiles en territorio polaco tiene todos los ingredientes de ser un operativo de bandera falsa promovido por la OTAN para acusar de ello a Rusia e intervenir abiertamente en Ucrania. Tan grosera era la manipulación que hasta los propios polacos han tenido que admitir de mala gana, al momento de escribir esta nota, que eran de origen ucraniano. No cabe duda que estos dementes quieren desatar a como dé lugar la III Guerra Mundial) :(