A diez años del incruento golpe de Estado que puso fin a la transición democrática en Egipto nacida en la plaza Tahrir, el dictador Abdel Fattah al-Sisi como era de esperar, “gano” la farsa de las elecciones presidenciales celebradas durante tres días (entre el último domingo y este martes), buscando eternizarse en el poder en medio de un mar de sangre, producto de la violenta represión que ejerce en el país y a la que gobierna con mano de hierro. Es por ello que nadie dudaba de su “victoria” en esta ocasión. De hecho, el tirano modificó la Constitución en el 2019 para poder presentarse por tercera vez a las elecciones, ampliando así el mandato presidencial de cuatro a seis años. De esta manera, usando la represión contra toda disidencia, el déspota, intentara permanecer en el poder hasta el 2030. Nacido en El Cairo en noviembre de 1954, Abdelfatah al-Sisi se crió en un ambiente conservador. Hijo de un comerciante, eligió la carrera militar a una edad temprana, como garantía de ascenso social en un país controlado por el Ejército. Desconocido para el gran público durante mucho tiempo, adquirió notoriedad en el 2012, cuando fue nombrado jefe del Estado Mayor del Ejército egipcio y ministro de Defensa. Este ascenso sorpresa fue decidido por Mohamed Morsi, primer jefe de Estado egipcio elegido por sufragio universal, en junio del 2012, tras la caída del sátrapa Hosni Mubarak más de un año antes. En aquel momento, la prensa presentó a al-Sisi como un musulmán devoto, compatible con los Hermanos Musulmanes, movimiento del que venía el presidente Morsi, en particular por sus vínculos familiares con Abbas al-Sisi, discípulo de Hassan al-Banna, fundador de la cofradía islamista. Sin embargo su desbocada ambición lo llevaría a traicionar a sus benefactores, En efecto, su fulgurante ascenso en el Ejército no habría podido materializarse si esta posible proximidad al movimiento más vigilado por el régimen de Mubarak hubiera suscitado dudas. Formado en parte en el Reino Unido y EE.UU., al-Sisi, quien fue durante un tiempo comandante de la zona militar del norte antes de asumir la jefatura de la inteligencia militar, se impuso rápidamente como el hombre fuerte del país. A principios de julio del 2013, tras las enormes manifestaciones que congregaron a millones de egipcios en todo el país para exigir la salida de Mohamed Morsi, lanzó un ultimátum al presidente, instándolo hipócritamente a "satisfacer las demandas del pueblo", cuando en realidad buscaba asaltar el poder. Morsi fue inmediatamente destituido, detenido y encarcelado - muriendo tras desplomarse en los tribunales en el 2019, producto de los malos tratos recibidos por sus carceleros-, mientras las manifestaciones de los Hermanos Musulmanes eran sofocadas en un baño de sangre que Human Rights Watch calificó acertadamente como un abominable crimen contra la humanidad. Cínico para sus admiradores, desconfiado y receloso para sus detractores, el genocida puede ahora abandonar su uniforme militar y sus medallas por el traje y la corbata, pero bajo ese disfraz, sus manos continúan manchadas con la sangre de miles de sus víctimas. Si bien este criminal pretende ser visto como quien “salvo al país de las garras de los Hermanos Musulmanes”, lo cierto es que esa falsa aureola le ha valido para instaurar una sangrienta dictadura. Nulo pluralismo, debate público silenciado, acoso a los opositores, justicia por encargo, amordazamiento de la prensa independiente... La oposición liberal y laica, así como las ONG locales e internacionales, le acusan de querer restaurar el viejo orden tras el fraude de las elecciones del 2014. No es de extrañar por ello que desde que llegó al poder, la represión ha alcanzado niveles sin precedentes. En un informe publicado el 2 de octubre, seis organizaciones de derechos humanos internacionales y egipcias denunciaron el uso masivo y sistemático de la tortura por parte de las autoridades en Egipto, lo que constituye un crimen contra la humanidad según el derecho internacional. Paralelamente al dominio represivo de la escena política, el tirano está lanzando una serie de proyectos faraónicos, exaltando la grandeza de Egipto para halagar su ridícula vanidad al pretender eternizarse como los faraones a los que en su insania busca emular. Así, ordenó la modernización de las infraestructuras del país y la construcción a un coste descomunal de una nueva capital administrativa a menos de 50 kilómetros de El Cairo (apodada irónicamente en Egipto como Alsisipolis). El faraónico proyecto debía estar terminado en el 2020, pero aún se encuentra en su primera fase, debido a la grave crisis económica. Entretanto, en agosto del 2015, inauguró con bombos y platillos las obras de ampliación del Canal de Suez, otro proyecto emblemático erigido como símbolo del "nuevo Egipto", que le ha costado a Egipto unos 7.300 millones de euros. Esta obra supuso unos ingresos récord de unos 8.600 millones de euros para el ejercicio fiscal 2022-2023, lo que se tradujo en falsas “promesas de prosperidad y seguridad para los egipcios” algo que no podido cumplir en un país minado por una crisis económica sin precedentes y expuesto al riesgo de impago de su deuda externa. Asolado por la guerra de Ucrania, el sector turístico, pilar de la economía del país, está a media asta. Tras sufrir la inestabilidad política post-Mubarak y la pandemia, el número de turistas rusos y ucranianos ha caído en picada, que representaban entre el 35% y el 40% de los clientes anuales, según cifras locales. Otra consecuencia del conflicto, que está lastrando la economía, es el aumento del precio del trigo, del que Egipto es el primer importador mundial y que antes procedía principalmente de Rusia y Ucrania. A diez años de su llegada al poder, Egipto y sus 105 millones de habitantes, siguen asolados por la pobreza. Sin embargo, en la escena internacional, el sátrapa es visto como “un garante de la estabilidad y la seguridad regional”. Ignorando sus múltiples violaciones de los derechos humanos, los países occidentales lo consideran un aliado indispensable en un caótico Oriente Medio. Más hoy, cuando las cartas se han vuelto a barajar por la guerra entre Israel y Hamás en la Franja de Gaza desde el 7 de octubre. Los rehenes de Hamás liberados durante la semana de tregua en Gaza se dirigieron a Egipto. También es a través del paso fronterizo de Rafah, bajo control egipcio, por donde pasa la ayuda humanitaria a la franja costera palestina. En el 2014, tras la farsa de “elecciones” donde se presentó como único candidato. EE.UU. y los europeos lo felicitaron al día siguiente del anuncio de su “victoria”, aunque insistieron hipócritamente en la necesidad “de respetar los derechos humanos lo antes posible” algo que nunca ha hecho y jamás lo hará. Asimismo, al-Sisi, apoyado desde su llegada al poder por las corruptas petromonarquías del Golfo, encabezadas por Arabia Saudita, ha mostrado una gran cercanía con el presidente ruso, Vladímir Putin. En noviembre del 2014, el Kremlin anunció que entregaría sistemas de defensa antiaérea a Egipto y que estaba discutiendo la entrega de aviones y helicópteros al ejército. Sin embargo, el criminal sabe que Occidente no podrá dar la espalda durante mucho tiempo al más poblado de los países árabes, que es a la vez un intermediario estratégico en el conflicto israeli-palestino y un aliado clave en la lucha contra el terrorismo. De hecho, los intereses geoestratégicos de las grandes potencias han terminado por inclinar las posturas de unos y otros, especialmente la de EE.UU., como con la llegada al poder de Donald Trump en el 2016. "Quiero que todo el mundo sepa que apoyamos claramente al presidente Sisi, ha hecho un trabajo fantástico en un contexto muy difícil", declaró el multimillonario estadounidense durante la primera visita del dictador a Washington. En octubre del 2017, el presidente francés, Emmanuel Macron, declaró que no quería "dar lecciones" de respeto a los derechos humanos al sátrapa egipcio, de visita oficial en Francia. “El presidente Sisi tiene un reto: la estabilidad de su país, la lucha contra los movimientos terroristas y el fundamentalismo religioso violento", explicó el presidente francés en su primer encuentro con su homólogo egipcio desde su elección. "Este es el contexto en el que debe gobernar, y no podemos ignorarlo". No es de extrañar por ello que entre el 2010 y el 2019, Egipto haya importado armas francesas por valor de 7.700 millones de euros, según el Parlamento francés. Es más, en el 2015, se convirtió en el primer país extranjero en comprar aviones de combate Rafale a Francia, con un pedido de 24 cazas. Por cierto, como cada uno de sus predecesores en el Ejército, al-Sisi está obsesionado con la adquisición de armas modernas y la seguridad de sus fronteras. Aún más cuando sus vecinos directos -Libia, Sudán, Israel y la Franja de Gaza- están todos afectados por un conflicto en curso o por una situación interna caótica. En cuanto a la seguridad interior, Egipto sigue enfrentándose a una insurgencia islámica en el Sinaí, península situada al noreste del país. Según la oposición, esta amenaza permanente está siendo utilizada por las autoridades para restringir las libertades civiles. En el 2018, el dictador lanzó una vasta operación "antiterrorista" en esta zona, donde proliferan las células radicales, algunas de las cuales han prometido lealtad a los remanentes de ISIS, aquel engendro sionista creado por los EE.UU., cuyo ilusorio “califato” en Siria fue literalmente pulverizado en el 2014 por miles de misiles lanzados por la aviación rusa que acudió en ayuda de Damasco. Los pocos terroristas que pidieron escapar del justo castigo recibido, se refugiaron desde entonces en el Sinaí convirtiéndolo en su “santuario” y una amenaza para Egipto. Si bien sus incursiones militares para acabar con esa plaga han sido continuas, no han podido acabar con ellos. Ahora los sionistas pretenden “reubicar” en la zona a los palestinos sobrevivientes de la masacre que cometen en Gaza, a pesar de la oposición de Egipto, lo que puede degenerar en otro conflicto. De esta manera, el Sinaí sigue siendo un rompecabezas de seguridad para El Cairo. Y otra promesa incumplida para Abdelfatah al-Sisi.